El rompecabezas bogotano
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Mucho es lo que el alcalde distrital, doctor Julio César Sánchez, ha hecho en materia sanitaria y de pavimentación de vías. Mucho, también, en sistemas de seguridad. Pero los huecos, el desaseo y la inseguridad son abismos de nunca llenar. Mientras las avenidas más importantes fueron sometidas a rápidas y eficientes reparaciones, las calles secundarias han quedado descuidadas.
Los automotores tienen que hacer toda suerte de maniobras para salvar obstáculos y no desintegrarse entre las trampas mortales. Huecos por doquier, causados por el pavimento deteriorado, el robo de las tapas de las alcantarillas y las obras inconclusas, convierten a Bogotá en una tronera gigantesca.
Las basuras son un dolor de cabeza. Este centro explosivo, con cinco millones de habitantes, no resiste más desperdicios. Los equipos recolectores se quedaron rezagados frente al ímpetu demográfico. Los grandes basureros son ya incapaces para recibir tantos desechos, y para suplir a medias esta alarmante deficiencia, muchos lugares, sobre todo en los barrios pobres, están convertidos en muladares públicos, con los consiguientes riesgos para la salud de los vecinos y de toda la ciudad. A todo esto se agrega la irregularidad con que se hacen los recorridos y la forma defectuosa como se asean, o mejor, se desasean, los frentes de las residencias.
La semaforización, que se ha tecnificado con los adelantos de la era sistematizada, no logra sin embargo realizar todas las estrategias deseadas. Los infartos del tránsito, comunes durante todas las horas del día, son casi siempre consecuencia de semáforos mal programados, de otros que dejan de funcionar o sencillamente de los que no se han establecido; esto para no hablar de la dictadura de los conductores.
¿Quién adelantará una real campaña contra el abuso del pito? El mal genio de los bogotanos tiene salida impulsiva por este diabólico instrumento que está acabando con los nervios y la tranquilidad ciudadana. Bogotá es ciudad de sordos y neurasténicos. Todos quieren abrirse campo a pitazo limpio, a manotazos y zancadillas.
La inseguridad es el mayor lastre de la populosa metrópoli. Es el reto número uno del país. El gangsterismo se apoderó de las ciudades. En cuanto a Bogotá se refiere —una de las urbes más peligrosas del mundo—, hay que reconocer el esfuerzo de las autoridades por reprimir el avance de la delincuencia.
Los CAI, uno de los adelantos más significativos de la actual administración, han demostrado hasta qué punto es posible conseguir soluciones cuando existe voluntad de servicio. Esta red policial es hoy el mayor sistema de vigilancia y represión delictiva y además se ha convertido en ornato de la capital.
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En Bogotá no todo, desde luego, es negativo. También hay avances ponderables. La enumeración de estos males es una manera de colaborar para el progreso. Todos debemos contribuir a ese propósito: el Alcalde, en su puesto; el periodista, desde su tribuna de opinión, el ciudadano, con su aporte cívico. El civismo, por desgracia, anda hoy de capa caída.
Algunas entidades ponen de pronto su grano de arena. Pero la ciudadanía en general es indiferente, aunque se queja a toda hora, de los problemas públicos. Al alcalde o alcaldesa del mañana próximo, cuya efigie refulge por todos los sitios de nuestra inmensa urbe descuadernada, le corresponderá enfrentarse a este indescifrable rompecabezas capitalino. Rompecabezas difícil de armar.
El Espectador, Bogotá, 9-II-1988.