La honradez, un don escaso
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
La falta de honradez se convirtió en un distintivo de la humanidad. El mundo se volvió tramposo. A la gente le gusta la farsa, la mentira, la escaramuza. Los negocios, incluso entre la llamada gente decente, se hacen con cartas tapadas, con malicia, con intención aviesa. Estamos en un momento donde todos recelan de todos y viven prevenidos contra el engaño en el trato comercial o en las relaciones personales.
La estafa, tan común en el medio colombiano, es el pan cotidiano que parece estar vigente, desde la primera edad, en la formación del individuo. Se enseña más a ser asaltador que a leer y escribir. Como la persona, desde la niñez, debe aprender a defenderse, llevará inculcada la lección de que vivimos en un mundo de traición permanente.
Recorrí más de diez almacenes en busca de un repuesto elemental para mi vehículo. El precio normal era de $5.500, marcado en la revista Motor, y en ninguno de los sitios visitados hallé siquiera una aproximación. En todos subía de $7.000 y uno de ellos tuvo el descaro de pedir $ 10.000, casi el doble del valor legítimo.
Si usted recorre el comercio decembrino hallará, de almacén a almacén, a veces puerta de por medio, las más extravagantes oscilaciones por el mismo artículo. Los comerciantes en nuestro país parecen haber sido amasados con el criterio, muy a la colombiana, de la tumbada. Primero se le mira la cara al cliente y de acuerdo con su ingenuidad se le sube el termómetro.
Leo en una revista que en una ciudad de la China se fue la luz en una gran tienda de mercancía colmada de 10.000 personas ¡y no hubo un solo robo! En una sucursal bancaria, dentro de la misma tienda, había depositada una cifra millonaria sobre una mesa ¡y no desapareció un solo billete! Exaltar con signos de admiración estos rasgos de honradez es apenas sorprendernos de una conducta que en Colombia sería insólita. Anota la revista: «La tienda estaba a oscuras, pero los clientes fueron un luminoso ejemplo de honradez».
Cuando inicié mi carrera bancaria, hace tres décadas, todavía se usaba la honradez. Y era título de honor que exhibía la persona y le hacía ganar prestancia social. Recuerdo que uno de los cajeros del banco, por engomar un fajo de billetes de $500 (entonces una cuantía crecida), entregó pegados dos fajos por uno.
El descuadre le representaba toda una fortuna y el pobre empleado quedó confundido. Ya cerrado el banco y en medio de la natural consternación de todo el personal, se presentó el comerciante honrado y devolvió al gerente la cantidad sobrante. De ahí en adelante el cliente, que se iniciaba como menudo comerciante, obtuvo del banco, como premio a su honradez, la máxima colaboración crediticia. Pasados muchos años volví a encontrarlo y me alegró saber de sus grandes progresos económicos.
Aunque la falta de honradez es una plaga mundial, no exclusiva del ambiente colombiano, quien es recto puede considerarse salvado de este naufragio. Yo sé, por experiencias propias y ajenas, que no es posible el éxito sin rectitud. La persona tramposa tarde o temprano conoce el fracaso. La honrada, en cambio, esa que se da el lujo de llevar alta la frente y limpia la conciencia, vivirá con regocijo y verá progresar sus actividades. A veces el reconocimiento es tardío, pero siempre produce dividendos.
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La honradez es un estado mental, un atributo luminoso del alma. Es un código inapreciable, tanto más valioso y gratificador cuanto más escaso se halla en este planeta de falacias y cobardías. Para ser honrado, también hay que ser valiente.
El Espectador, Bogotá, 7-I-1988.
Revista Manizales, julio de 1989.