Reflexiones laborales
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Mucho es lo que ha avanzado el país en seguridad laboral. Cincuenta años atrás, en el primer gobierno del doctor Alfonso López Pumarejo, apenas se daba el primer impulso serio a las prestaciones sociales. El trabajador colombiano era, a comienzos del siglo, un gran desprotegido. No se conocían entonces los institutos de medicina laboral, ni el auxilio de cesantía, ni el régimen de jubilación, ni la diversidad de amparos que hoy hacen más amable la permanencia en las empresas.
Con el paso del tiempo se fueron incrementando, sobre todo por la presión de los sindicatos, las ventajas en el trabajo. El capital, que no siempre cumple su función social y que suele ser indolente y explotador, aprendió a humanizarse. La época de la esclavitud se distanciaba cada vez más conforme los patronos entendían que, para progresar, necesitaban de la fuerza del hombre. Pero de una fuerza consciente y digna, que es la que permite la prosperidad industrial. Las entidades, sin la colaboración del hombre, serán apenas moles de cemento vacías de trascendencia humana, por más guarismos que produzcan.
Con todo y la proyección laboral que el presidente López Pumarejo concibió en sus dos gobiernos, varias de sus estrategias se debilitaron con el tiempo. Las pensiones de jubilación, por ejemplo, al quedar congeladas perdían poder económico a medida que se deterioraba la moneda, hasta el extremo de convertirse, por el inevitable desgaste de los años, en sumas insignificantes. Fue preciso que corriera mucho tiempo para que el sistema fuera modificado, esta vez en el mandato del doctor Alfonso López Michelsen, quien promulgó el actual Estatuto del Pensionado, herramienta de verdadero avance que estableció el mecanismo automático de reajustar, año por año, dicha renta.
No obstante, los aumentos a las pensiones se sitúan muy por debajo de los índices de inflación y en tales circunstancias la prestación sufre en pocos años notable desmejora.
Para lograr la debida equidad y buscar mayor justicia para la tercera edad (programa que en naciones avanzadas como Suecia ocupa lugar prioritario dentro del régimen social), lo indicado sería que el factor de incremento de las pensiones fuera similar al decretado para reajustar los salarios.
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Otro punto débil en la legislación actual, que representa evidente injusticia para los empleados que se retiran con el tiempo de servicio cumplido pero sin la edad legal, es el que tiene que ver con la forma como se liquida para ellos la pensión. En estos casos se toma como base el salario que se dejó atrás, como si la moneda no hubiera tenido ninguna desvalorización durante el tiempo transcurrido. Si el receso ha sido considerable, mayor será el impacto.
Esta falla debe corregirse. Lo lógico y lo justo es que aquella base salarial sea actualizada progresivamente con los índices de inflación, de tal manera que la persona se pensione con la realidad económica que tenga el último cargo que había desempeñado.
Diferentes medios de comunicación han denunciado las injusticias que se cometen con los jubilados del país. Las cámaras de televisión mostraron la dureza a que son sometidos quienes se acercan, casi mendicantes, a recibir su mesada en el Seguro Social y deben formar en la noche una cola infamante que a nadie parece conmover.
El país se ha olvidado de los ancianos, y las empresas de quienes les sirvieron con lealtad en otras épocas. La sensibilidad social ha desaparecido. Es preciso reflexionar sobre la importancia del hombre como creador del trabajo, y sobre la obligación de la empresa de protegerlo en el ocaso de su existencia.
El Espectador, Bogotá, 1-X-1987.