Las zonas olvidadas
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Las recientes alteraciones del orden público en varios sitios del país, donde la ciudadanía se puso en pie de lucha por derechos elementales de la vida, dejan de manifiesto el estado de abandono en que permanecen algunos territorios. A las zonas distantes y marginadas los recursos del presupuesto nacional llegan por cuentagotas y las obras de beneficio común, por eso mismo, caminan a paso de tortuga. De sus comarcas se acuerdan con afán los políticos en las campañas electorales, y se desentienden después de asegurada la curul.
En el Chocó, por ejemplo, se encuentra uno de los mayores índices de pobreza absoluta del país, término muy en boga en el presente Gobierno. Allí se carece de servicios públicos tan básicos como el agua, la electricidad y el alcantarillado, y no es extraño localizar los mayores focos de enfermedades, desnutrición y analfabetismo. Sus habitantes, por resignados y desprotegidos, parece que hubieran perdido la capacidad de protestar.
Cuando sectores indigentes se levantan en paro, como ha ocurrido en varios departamentos, su clamor adquiere mayor resonancia. Es como si sus pobladores se quitaran de encima murallas de esclavitud, y entonces sus gritos de inconformidad se oyen en toda la nación. Los colombianos reaccionamos con presteza ante los desequilibrios sociales. Y cuando estas desproporciones se acentúan en la periferia, es mayor la solidaridad que cuando provienen de las grandes ciudades.
Colombia, que desde tiempos lejanos es un país con vocación centralista, mantiene relegada a la provincia, y sobre todo a la provincia de remota geografía. Se olvida fácilmente de los indígenas, los negros, los habitantes ribereños. El hambre de estas latitudes parece que no fuera colombiana. Las enfermedades, que son allí más dramáticas, se ignoran o se remedian con tardanza.
La carencia de servicios hospitalarios, centros de educación, sistemas de recreación y mínimas condiciones de comodidad determina un permanente ánimo de insatisfacción hacia la patria y las autoridades, por parte de sufridos compatriotas que no se resignan al maltrato sempiterno.
Estos episodios degeneran en pedreas, incendios y a veces en muertos. Epílogo doloroso cuando las súplicas se rubrican con sangre. Los paros cívicos, que se han vuelto recurrentes y en los que en ocasiones se nota la presencia de fuerzas extremistas, terminan levantándose con la mediación oficial que ofrece soluciones para los diversos problemas comunitarios. Cabe preguntar: ¿Por qué se dejan avanzar los conflictos hasta estos extremos? ¿Sí será fácil arreglar de un momento a otro esta acumulación de necesidades?
Para prevenir tales desbordes ciudadanos, que representan sin embargo actos de legítima defensa, el poder central debe volver con mayor frecuencia sus ojos a las zonas olvidadas. Allí palpita el alma de la patria. El estilo general es dejar que las cosas se agraven, para luego tomar medidas.
Las grandes necesidades del país se atienden casi siempre a la fuerza, cuando ya han hecho crisis, y es aquí donde los gobernantes deben ejercer el sentido de anticipación que supone el ejercicio del mando.
El Espectador, Bogotá, 13-VI-1987.