Cómo se hace un escritor
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
En su Declaración personal, ensayo publicado por la Universidad Central, Otto Morales Benítez hace reminiscencias sobre sus primeros años y sus iniciales escarceos literarios, en Riosucio, para encontrar las claves de su carrera de escritor. Es lo mismo que realizan otros escritores notables que como Otto, llegados a la cumbre refrescante de sus vidas fructíferas, hilvanan como motivo de satisfacción personal y guías de conducta para quienes están comprometidos en los mismos ideales.
No hay cátedra más aleccionadora y útil que la dictada por la experiencia. De ahí que las memorias representen uno de los medios más positivos para aprender la gran lección de la vida, y éstas, cuando se escriben con la hondura, la emoción y la amenidad que Morales Benítez imprime a las suyas, dejan mayor provecho.
El oficio de escribir, que no tiene reglas fijas y se mueve por hálitos misteriosos, será siempre campo apasionante tanto para el propio autor como para la reflexión de los demás. Como no hay escritor repetido, ni son iguales los recursos y los métodos empleados, cada caso es individual. Cada escritor es un mundo y un misterio.
Morales Benítez distingue varios ingredientes que marcaron el clima cultural de su niñez y que al paso de los días afianzaron el ímpetu de su vocación humanista. La influencia de los libros, una pasión y un sentido de vivir, se la despertó su propia madre, quien con ojos melancólicos —»la tradicional mirada de las mujeres antioqueñas»— leía para sus hijos, reclinada en su silla señorial, novelas de amor y versos de nostalgias.
El padre, aunque ajeno a los afanes intelectuales, era, como hombre de negocios y líder de su comunidad, el nervio vital que obligaba a la familia a ser activa y deliberante. Otto, bajo aquel ambiente, aprendió a ser conversador. Las primeras lecciones de política las ensayó, ciudadano de aquel pequeño mundo social, al lado de su progenitor. Y la primera carcajada la lanzó después de haber entendido, entre poesías maternales y lecciones de economía, la dimensión del vivir.
Los arrieros, con sus clamorosas interjecciones, sus pesados vocablos, sus ademanes toscos y sus relatos de hazañas increíbles, le descubrieron la autenticidad del lenguaje y la realidad de la tierra. Con el tiempo fue académico de la Lengua pero siguió siendo solidario con el hombre y sus angustias. Los arrieros, corredores de la vida y mensajeros de noticias y de duras fantasías, mitad hechos de barro y la otra mitad de ensueños, le transmitieron el carácter franco y descomplicado que el futuro escritor mostraría ante los apremios de la existencia.
Los mineros, ardientes en sus quimeras del oro y generosos en sus pobrezas de cobre, le revelaron que la vida es sudor y lucha, porfía y competencia, certeza e irrealidad, todo ello impulsado por el frenesí y el aliento poético con que ellos abren la veta para escarbar la esperanza. «El oficio de escribir —refrenda Morales Benítez— demanda humildad, paciencia, lenta elaboración, acumulación de ricas fuentes de datos, hechos, sueños. Es una manera de integrar el mundo a través de la palabra».
Reconoce él, y en esto se aparta de la jactancia con que muchos de sus colegas pronuncian nombres de autores y de sus obras famosas, sólo para simular erudición, que no ha recibido influencia directa de ningún escritor. Es producto de su formación hogareña y del ambiente de su pueblo, donde un diablo folclórico, que insufla alegría y se rebela contra ciertos cánones sociales, le señala a la gente las identidades culturales en las raíces provincianas.
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Otto dice que su condición de escritor es la suma de muchas lecturas, de muchos devaneos, de intensas indagaciones y de duras vigilias. En su mente han quedado revolando las palabras, los adjetivos, los aleteos de la inspiración, y se ha atenazado el nervio de la aventura quijotesca.
Y en su corazón se anidan los afectos y se ensanchan las emociones. Estos hilos alados y magnéticos, duendes invisibles y perturbadores, lo movieron a ser pensante y le agrandaron la visión del mundo. Bien sabe él que el oficio de escribir es una larga paciencia y no un milagro iluminado.
El Espectador, Bogotá, 6-XII-1986.