El encuentro del alma
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Una de las principales explicaciones para entender los tiempos duros y superficiales en que hoy se debate la humanidad consiste en afirmar que al hombre contemporáneo se le refundió el alma. La dejó enfriar y se le evaporó. ¿Pero es que el mundo puede acaso vivir sin alma, o sea, sin sentimientos, sin entonación espiritual, sin amor? No, no es posible prescindir de la parte sensible por representar el mayor atributo de la naturaleza humana, y cuando esto ocurre, el individuo deja de ser hombre para convertirse en simple materia.
Nuestra época de guerras y conflictos, donde parece que estuviéramos a punto de explotar en medio de la ferocidad de las armas nucleares, dibuja el drama de estos tiempos que dejaron perder el alma. La dejaron perder y no se muestran dispuestos a rescatarla.
Podemos distinguir varios de los signos característicos del momento: crueldad, odio, explotación, ansias de dinero y poder, droga, sexo, salvajismo… El peor materialismo de la historia se ha adueñado de esta época desastrosa que pretende buscar la felicidad nadando entre frivolidades e insensateces y que se olvida de los valores morales como la única tabla posible de salvación.
El hombre moderno es un vagabundo de las noches eternas de la infelicidad y el desamparo. Vaga aterido y desolado a merced de su miseria. No quiere aprender la lección de que el individuo, para vivir contento, debe llenar el alma. Llenarla de calor, bríos, alicientes, ternura, comprensión. El alma es también futuro. Es dimensión de todas las bondades humanas. Es sentimientos y poesía. ¿Por qué deformarla bajo el acicate de las bajas pasiones? ¿Por qué enseñarla a ser torpe si su contextura es noble? ¿Por qué inyectarle rencor si es tan fácil que vibre con amor?
Cuando el planeta era agreste, el alma colectiva de la humanidad se conservó elemental y sencilla. Todavía se ignoraban las desviaciones de la conciencia y sólo se vivía en función de respirar aire puro, recrear el espíritu, convivir con los demás. El hombre primitivo, tan ajeno a la alienación y el conflicto, tenía en la naturaleza su mayor aliado para la felicidad. No conocía la maldad y tampoco sabía de competencias absurdas ni desaforadas ambiciones.
Pero vino la era mecanizada que poco a poco fue creando un mundo ateo y frívolo. Lo que se ganaba en tecnologías y en novedosos ensayos se perdía en espiritualidad. La conquista del espacio volvió al hombre aéreo, aunque no elevado de espíritu. Comenzó a fundar ciudades, edificios y rascacielos.
El cemento lo tornó frío. La fábrica lo deshumanizó. La ciencia le inoculó arrogancia y le robó naturalidad. Al paso de los días, se operó la más atrofiante metamorfosis: se había permutado el alma por la materia. ¡El individuo estaba vacío!
A Colombia, nuestra pobre patria martirizada, la convertimos en un calvario. Atropellos, secuestros, robos, muertes y toda suerte de ignominias, como si viviéramos en un territorio de fieras, han desfigurado la Colombia amable que nos enseñó en otras épocas a ser buenos ciudadanos. Hoy no se respetan la vida ni la propiedad ajena. El afán de lucro, de despojo, de figuración personal, es la ley del momento. El lobo de Gubbio anda enfurecido y no hay quien lo detenga.
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Y es porque dejamos perder el alma. La violencia sólo cabe en las cavernas de los desalmados. Nos hemos olvidado de que la única cura posible y el único horizonte válido se encuentran dentro de nosotros mismos. El alma, que es indestructible y es la medicina más poderosa de la humanidad, nos salvará de la hecatombe si somos capaces de encontrarla en esta hora de tinieblas.
El Espectador, Bogotá, 11-VIII-1986.