Cúcuta, ciudad incierta
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
La gente se pregunta en Cúcuta cuál será la suerte de la vida regional, en lo económico y en lo social, durante los próximos meses. Aquí es difícil predecir el futuro siquiera con seis meses de anticipación. La permanente zozobra ante la fluctuación del bolívar hace que los cucuteños, cuyos negocios dependen básicamente de la economía venezolana, permanezcan inciertos dentro de este marco tambaleante del comercio fronterizo.
Tal es el ambiente característico de las fronteras. Pero en ninguna de ellas se respira la tensión que se vive en Cúcuta. El petróleo, el dios negro convertido en termómetro económico de la humanidad, significó para los cucuteños y los pobladores aledaños un premio fulgurante, por lo sorpresivo y generoso, y luego un castigo por lo traumático. Es la eterna paradoja de las vacas gordas y las vacas flacas, cuya lección no ha asimilado el mundo.
Cuando Venezuela nadaba entre petróleo y mantenía los mejores precios en los mercados mundiales, Cúcuta, la ciudad más impregnada por la prosperidad del vecino rico, tuvo su época dorada. Los venezolanos, que tenían billetes para lanzar al aire, venían a Cúcuta a comprar los artículos y los servicios colombianos a manos llenas, y lo hacían con el derroche y la ostentación con que la moneda fuerte se impone sobre la débil.
El bolívar, que había arrancado a cuatro pesos colombianos, llegó a cotizarse, en vísperas de su caída, a diecisiete pesos, itinerario que mide muy bien la triste realidad de nuestra desmirriada moneda frente al ascenso vertiginoso del pariente millonario.
Almacenes, hoteles, restaurantes, griles, discotecas y diversidad de comercios veloces, para todos los cuales alcanzaba el poder del petróleo, se llenaban de billetes multiplicadores. Se hicieron grandes fortunas. Se ensanchó la confortable red hotelera, la mayor de Colombia, que llegó a contar con 340 establecimientos de diferentes categorías y con cerca de 4.600 habitaciones.
El Hotel Tonchalá, el mejor de la ciudad, aumentó su capacidad a 220 habitaciones y tenía que desatender pedidos por no dar abasto. Así mismo surgían agencias automoviliarias, centros comerciales, nuevas urbanizaciones y toda suerte de halagos para conquistar la bondad de esta riqueza. Este mercado persa se había apoderado de la ciudad antes tranquila por donde ahora no se podía transitar.
Y vino la destorcida. Venezuela devaluó su moneda de la noche a la mañana, en más del ciento por ciento en relación con la nuestra. El bolívar se cayó estrepitosamente y en la misma forma produjo grandes descalabros. Para Venezuela, país atado en un 90 por ciento a las exportaciones de petróleo, el revés del producto tenía que ocasionar fuerte impacto en su economía. De los diecisiete pesos colombianos a que había ascendido el bolívar, bajó a siete.
En este momento el bolívar se cotiza entre diez y once pesos. Se dice que seguirá descendiendo y hay quienes pronostican que llegará otra vez a siete pesos. Otros dicen que a menos. Mientras más baje, menos comercio tendrá Cúcuta. Esa es la ley de las fronteras. Y en Cúcuta, como antes se dijo, se ha sentido más el rigor por estos altibajos tan drásticos.
En aquella ocasión muchos negocios se quebraron. Hubo suicidios y muertes por infarto. Grandes capitales que se habían creado capitalizando bolívares quedaron por el suelo. La gente, por lógica, vive temerosa en medio de esta economía errátil e impredecible. Economía desastrosa por la inseguridad que produce. Los cucuteños ponen ahora sus ojos en el doctor Virgilio Barco, de cuyo gobierno esperan fórmulas salvadoras para conseguir estabilidad social y económica
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En mitad de este panorama sombrío flota la urbe hermosa, hospitalaria y noble. La dura experiencia le dejó una fuerte estructura urbanística. Hay que decir, por otra parte, que el cucuteño es un ser luchador y dinámico, como lo prueba su ejemplo de superación después del terremoto de 1875. Cúcuta es una ciudad bien diseñada, de vías amplias, con edificaciones modernas, buen sentido del orden y gran vocación turística. Cuenta, además, con una clase dirigente de primera categoría y con sólidos antecedentes culturales y cívicos que representan, sin duda, la mejor herramienta para desafiar su futuro incierto.
El Espectador, Bogotá, 4-VIII-1986.