La ley del terror
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
En Bogotá se denuncian diariamente alrededor de 30 saqueos de residencias, 15 robos de vehículos y 20 raponazos. Estos índices, por sí solos, muestran que estamos en una de las ciudades más peligrosas del mundo. El problema se vuelve mucho más dramático con los robos de negocios, las muertes violentas, los heridos, las violaciones de menores y toda suerte de tropelías que se cometen en la oscuridad y a la luz del día.
A tal grado ha llegado la falta de confianza en las autoridades que a la gente no le gusta denunciar los delitos. Se teme a las trabas de la justicia, con lo que significa el espinoso camino de las pruebas y los careos, pero sobre todo existe el convencimiento general de que la ley es inoperante. Los malhechores hacen de las suyas en esta apabullante metrópoli que se salió, hace mucho tiempo, del control policial. La Policía, con todo y sus progresos, carece de medios suficientes de represión. Por eso, la criminalidad vive campante. Lo que se dice sobre Bogotá es extensivo a la mayoría de las otras ciudades colombianas y todo esto representa un general estado de inseguridad nacional.
Esta racha de desgracias públicas, que cada vez se agrava más, ha tocado tales extremos, que los habitantes capitalinos caminamos con la muerte a cuestas y no estamos protegidos ni bajo las fortalezas —¡triste y deprimente espectáculo!— en que hemos convertido nuestras casas de habitación. Hoy Bogotá es una ciudad enclaustrada, atrincherada, irrespirable, donde la vida parece movida por estertores. Por las calles permanecemos bajo la amenaza de las armas de fuego, los cuchillos y las navajas, y en el hogar bajo el asedio de las bandas organizadas que a cualquier momento irrumpirán cual hordas diabólicas.
Ya ni los sitios de mayor concurrencia se libran de estas asonadas, como acaba de ocurrirles a los asistentes a una conocida discoteca que, atemorizados por revólveres y metralletas, tuvieron que entregar sus pertenencias y luego contemplar, atónitos, la fuga de los piratas sin ningún policía o carro policial que contrarrestara la acción.
Es impresionante el robo de vehículos. En los semáforos, en los parqueaderos, frente a los supermercados y en las propias puertas de la vivienda estamos expuestos a la embestida de los jaladores de carros. Si se opone resistencia, la muerte es segura. Y si se logra recuperar el vehículo, éste será entregado a medias, luego de extenuantes diligencias, saqueado por los propios empleados judiciales. Lo que no queda en manos de los rateros se pierde en poder de los encargados de aplicar justicia.
Esta Chicago suramericana, campeona del raterismo criollo, es, hoy por hoy, una universidad refinada de la peor delincuencia. Los extranjeros le tienen pavor a la llegada a Bogotá por conocer de antemano los peligros que ellos mismos, al regreso, se encargarán de certificar. Es la imagen que por desgracia, y en forma alguna gratuita, se difunde por los cuatro vientos del turismo internacional. Antes que lamentarnos de mala prensa debemos tomar conciencia de las proporciones del problema y rectificar nuestra propia disolución moral.
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¿Qué va a hacer el próximo Gobierno para reprimir esta ola de gangsterismo? ¿Cómo va a responder a las angustias de una población que se siente a todo momento en el filo de la navaja? El problema es más serio de lo que a simple vista parece. Y no se exterminará con más carros y policías y ni siquiera con penas más severas. Las raíces son sociales y es hacia ellas a donde deben mirar los gobiernos.
Primero hay que mejorar las condiciones económicas del pueblo. No se puede aspirar a la solución del delito si por las calles de las ciudades hay hambre y miseria. No puede haber paz social con estómagos vacíos, ni unidad hogareña con padres desempleados e hijos holgazanes.
Mientras las distancias entre ricos y pobres sean tan protuberantes —los unos derrochando riquezas y los otros durmiendo bajo cartones en las calles bogotanas—, habrá violencia. Si se ataca este foco aparecerán las verdaderas soluciones. Que vengan después el ejercicio de una justicia severa y la aplicación de los medios modernos de vigilancia callejera. No olvidemos que la calentura no está en las sábanas.
El Espectador, Bogotá, 15-V-1986.