La visita del Papa
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Son muchas las ideas que suscita la venida del Papa a Colombia en estos momentos de desorientación religiosa y descomposición social. Siendo el nuestro un país católico, le correspondería el privilegio de albergar, con la alegría de otros pueblos creyentes, al máximo jerarca de la Iglesia romana. Pero Colombia, que en los últimos tiempos se ha desviado de los postulados cristianos y ha protagonizado ante la faz del mundo las mayores atrocidades que caben en el ser humano, no merece esta distinción.
La sola guerra fratricida que diezma en acto continuado la vida de los colombianos, sin saberse a ciencia cierta qué se persigue con tanta sevicia, nos coloca como una nación de caníbales. Valerosos soldados, humildes campesinos, enloquecidos criminales, trenzados en el sordo y frenético caldero de la insensatez, los unos defendiendo la legalidad y los otros atacándola —mientras todos caen acribillados—, tienen convertido el mapa de la patria en una sola y gigantesca mancha de sangre que nos humilla y nos rebaja a la condición de fieras.
No se ha oscurecido aún el triste espectáculo del Palacio de Justicia ardiendo bajo el crepitante amasijo de los odios y las pasiones, ante la mirada adolorida de familiares y compatriotas que tal vez llegaron a dudar de la misericordia divina. Ni se ha borrado el reguero de vida de un ministro, capitán de la justicia y las causas nobles, que defendió, en encrucijada tendida por el hampa —hasta caer abatido por los enemigos de la civilización—, lo poco que todavía nos quedaba defendible en este país de narcoguerrilleros. (Exacta fusión ésta del narcotráfico con la guerrilla para calificar la vocación que anima a las juventudes modernas que buscan en la aventura y el enriquecimiento el fácil sendero de liberación, que sin embargo no encuentran).
El propio Papa, que ha sido blanco del odio universal y que conoce en todas sus honduras la maledicencia humana, se erizará cuando las noticias le cuentan que en un país tropical de América del Sur hermanos a hermanos se hacen la guerra, se mutilan, se destruyen, y allí se asesinan magistrados, ministros, sacerdotes, alcaldes… se incendian palacios de justicia y se atenta, en fin, a toda hora y sin ningún escrúpulo, contra el sagrado derecho a la vida.
Políticos y gobernantes inmorales saquean los bienes de la comunidad, se apoderan de las prebendas del Estado, pisotean a los humildes, manipulan las elecciones, imponen maquinarias, pervierten las costumbres, se enriquecen a sus anchas y manejan, como amos y señores, la suerte de este país adormecido que perdió la capacidad de protestar.
Pero el Papa nos visita. Nos da el honor de acercarnos a quien representa todo lo contrario de lo que somos. Él, como Pontífice de la cristiandad, trae su mensaje de paz, de esperanza, de confraternidad, de amor. Y lo va a depositar en esta tierra que vive en guerra, que ignora las igualdades sociales, que hace del odio su arma cotidiana.
Colombia, admitámoslo sin equívocos, no merece la visita papal. Pero la necesita. Quizá por eso se programó. Tal vez en ningún momento de la historia colombiana como en este de angustia y de animadversión general son más urgentes los mensajes de la fe, la tolerancia, el amor. Y el conductor de almas, que así lo ha comprendido, viene a difundirlos en este pueblo que se ha apartado de Dios.
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Antes de recibir al Pontífice procuremos, más que arreglar calles y enlucir fachadas, que es lo que ahora se hace precipitadamente, limpiar la conciencia. Que los asesinos suspendan el fragor de las balas a ver si se acostumbran al reposo de la convivencia. Que los apátridas depongan sus criminales instintos de destrucción para vislumbrar una nación más generosa. Que el afán de lucro, de explotación y despojo, tan anidado en las cavernas de los malos dirigentes, cambie por el sentido del servicio público y la armonía social.
Preparemos primero el corazón, que las avenidas, y los edificios, y las obras suntuarias imprimen ornato pero no curan las heridas del alma. Ojalá Colombia –que somos todos– recapacite en sus yerros y en sus pecados y busque, en medio de tanta oscuridad y al olor de la Semana Santa, la luz y la esperanza que significa la visita pastoral.
El Espectador, Bogotá, 10-IV-1986.