El abandono de La Rebeca
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Ahora que se puso de moda la remodelación de Bogotá recordé que Vicente Pérez Silva me había contado hace algún tiempo, con fotos en la mano, el deterioro en que se halla La Rebeca. Fui expresamente al lugar donde reposa —y en este caso no reposa— la célebre escultura y comprobé los desperfectos referidos. La pátina del tiempo ha degenerado uno de los símbolos más entrañables de la ciudad, que por espacio de 57 años permanece en el afecto de los bogotanos.
Y esto de vivir en el corazón de varias generaciones es un acto grandioso. La Rebeca es la novia de Bogotá.
Es uno de sus puntos de referencia, tan característico como Monserrate. Alrededor de su bella silueta ha girado gran parte de la historia bogotana durante el presente siglo y ella ha sufrido en carne propia —y aquí la calificación es exacta— los vejámenes de manos y mentes torcidas que no respetan las dimensiones del arte. Sólo encuentran, dentro del río revuelto de los desenfrenos callejeros, el placer enfermizo ante unos senos al aire y la desnudez implícita de la atractiva muchacha.
Los gamines han hecho de La Rebeca su diosa sensual. Juegan con ella, se bañan en la fuente y se inspiran en las redondeces flamantes para alborotar sus iniciales antojos. Les encanta encaramarse a las espaldas de la generosa bañista y tocarle sus exuberancias; y cuando necesitan ternura se acomodan en su regazo para sentir el calor maternal que no tienen. Los viejos morbosos, en cambio, no se atreven a meterse en el agua y se conforman con avivar, al borde de la fuente, sus frenados entusiasmos.
Es una de las esculturas más hermosas del país. Hoy adorna el sector de San Diego, en inmediaciones de los puentes de la 26, y antes estuvo en el Parque del Centenario. Fue un obsequio que le hizo a Bogotá Laureano Gómez —y que ahora su hijo, con aspiraciones presidenciales, debe rescatar—, adquirido en París, en el propio taller del escultor, Roberto Henao Buriticá, oriundo de Armenia.
Henao Buriticá nació en 1898 y murió en Bogotá en 1964. De alto renombre internacional en su época, es autor de famosas obras, como las tituladas Eva y La muerte de Atala, una escultura en miniatura de Simón Bolívar y el bronce del Libertador en la plaza de Armenia.
Iniciado en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, se trasladó a París y allí se especializó en escultura y pintura. En 1930, dos años después de haberse inaugurado La Rebeca, regresó a Colombia colmado de condecoraciones internacionales. Muy pocas personas saben hoy, en realidad, quién es el autor de la atractiva mujer que hemos dejado en el abandono por falta de amor a Bogotá. Ya las manos del artífice no se mueven para restituirle la lozanía que ha perdido a merced de la inclemencia del tiempo y sobre todo de la apatía cívica.
Héctor Muñoz cuenta en crónica publicada el 26 de octubre de 1978, cuando La Rebeca cumplió 50 años de vida, que trece años atrás El Espectador y El Vespertino habían realizado con éxito una campaña para rescatar de la suciedad a la reina de Bogotá. Como se ve, hoy está otra vez desamparada la pobre Rebeca, y es natural que a pesar de sus formas esplendorosas necesita una mano de retoque. De retoque artístico, se entiende, y no del manoseo entre humorístico y lujurioso a que la rebajan sus admiradores excedidos; y al que quisieran someterla los viejos verdes, que ya no dan para más.
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En esta fiebre de la remodelación capitalina hay que volver los ojos sobre la novia abandonada. Hay que lustrarle la anatomía y rescatarle su decaído esplendor. Aquí queda mi grano de arena, que me lo sugirió Vicente Pérez Silva, amigo del arte y las tradiciones. Ojalá él publique, en la crónica que me anunció y que no he visto en la prensa, las excelentes fotos en su poder donde se muestran los estragos del tiempo y las esquirlas del desafecto colectivo por las obras ornamentales.
El Espectador, Bogotá, 3-IV-1986.