Mi pequeña bonanza
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando escucho hablar de bonanza cafetera se me eriza el recuerdo. Algún día, si la vida me lo permite, escribiré una novela sobre los sucesos que a la sombra de los cafetales me tocó presenciar en el Quindío. Yo, que nunca he tenido una mata de café, viví, sin embargo, mi pequeña bonanza.
Entiéndase por bonanza, en mi caso, la experiencia extraordinaria que como escritor coseché en aquel festín colectivo de la región, que no supo aprovechar para el futuro la lluvia de billetes milagrosos y por el contrario malbarató tan privilegiada oportunidad.
Por eso comprendo el nerviosismo del actual ministro de Hacienda que ante el solo anuncio de la prosperidad que se avecina, se apresuró a pedir el estado de emergencia económica. Como quindiano que es, conoce el doctor Palacios Mejía los estragos que en su región y en Colombia entera produjo tal fenómeno en los tiempos del doctor López Michelsen.
No tuvo, empero, suerte inicial en sus propósitos, primero al no haberse puesto de acuerdo con el gremio en el manejo de ciertos mecanismos de la operación, y luego al ser negada por el Consejo de Estado la declaratoria de emergencia económica. Las derrotas del Ministro no serán óbice para que Colombia encuentre, en el ámbito del Congreso, los caminos indicados para superar la perturbación económica.
Pero quería hablar de mis vivencias como observador, en pleno territorio cafetero, de la pasada bonanza.
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Cuando este término resuena en mis oídos, de inmediato lo asocio con los viajes por el mundo de una población que no sabía qué hacer con los dólares millonarios que entraban al país, y por consiguiente al bolsillo de los cafeteros, como consecuencia de las heladas en el Brasil y de la copiosa producción de las fincas.
En aquel entonces la cuadra de café pasó de sesenta mil a cuatrocientos mil pesos. Una casa que en Armenia valía setecientos mil pesos subió a tres millones. Esta valorización súbita –un maná del cielo– permitía no sólo los viajes por el exterior sino el cambio continuo de vehículos y residencias y la satisfacción de toda suerte de caprichos y fantasías.
Atraídas por este olor a billetes, de todas partes comenzaron a llegar muchedumbres de trabajadores. Y mezclados entre los obreros, el Quindío se pobló de vagos, locos, marihuaneros, atracadores y prostitutas. Entre todos estaban jalonando la bonanza. El Partido Comunista repartía en los campos abundante propaganda de incitación a jornales superiores, con esta lógica incontrastable: si los dueños ganan más, los recolectores no pueden quedar a la zaga.
Todo se trepaba en esta ola alcista. Voy a poner ejemplos simples: el radio de transistores —elemento imprescindible del trabajador campesino— aumentaba de precio todos los días en razón de la demanda (principio fundamental de la economía); y cuando el obrero escuchaba por el mismo aparato que Colombia ganaba nuevos puntos en los mercados internacionales, pedía de inmediato nuevo estipendio.
La comida subía a mañana y tarde. La botella de aguardiente, por la que se pagaba doscientos pesos a las siete de la noche, valía mil quinientos a las dos de la mañana. La prostituta —receptora indispensable de tanta abundancia— aumentaba la tarifa a medida que corría la noche y crecía la concurrencia.
En el Quindío se vendían normalmente 60.000 botellas mensuales de aguardiente, las que se dispararon a 125.000 en la bonanza. Bajo los efectos alcohólicos se multiplicaron las riñas callejeras, las puñaladas, los tiros, las trifulcas entre damiselas, las muertes violentas. Una noche se bailó en un prostíbulo de Calcedonia la cumbia más productiva del mundo alrededor de una llama lujuriosa, cuando los parejos –pobres asalariados, pero millonarios en potencia bajo la acción del dinero fantasioso– pasaban quemando billetes en la fogata del arrebato, en demostración de poderío.
Todo lo elevó la bonanza: la tierra, los jornales, los insumos, la vivienda, la comida, las mujeres públicas… Como en economía los precios no regresan, el Quindío se quedó inflado. Vino después la destorcida, y como los quindianos habían sido imprevisivos, todavía hoy pagan las consecuencias del derroche.
Eso es lo que puede sucederle a Colombia si no sabe manejar la bonanza que se avizora. Hay que temerle a la inflación, de graves perjuicios para las clases pobres. Hallar fórmulas sabias para superar estos efectos es el reto de la hora.
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Mi pequeña bonanza, que se convirtió en gran experiencia, es el reflejo óptico que dejó, en quien nunca ha sido cafetero y aprendió a ser cronista, la vida accidentada de una región que se enriqueció de la noche a la mañana. Que se dejó engañar por el espejismo de las cifras fugaces. Que administró mal la prosperidad, conforme sucedió con el país. Que derrochó en lugar de ahorrar. Y que al despertar de este sueño efímero se halló pobre y, lo que es peor, inflada como si hubiera digerido mal una comida opípara.
El Espectador, Bogotá, 28-I-1986.