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Sangre vallenata

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Se ha cumplido el deseo tantas ve­ces aplazado de conocer Valledupar. Para el andador de caminos que tenga receptiva el alma, esto de entrar en un sitio nuevo es motivo de satisfacción por los hallazgos que han de surgir bajo el estímulo de la observación. Recorrer mundos no debe ser cosa distinta a despejar las incógnitas que permanecen ocultas en cada lugar. Llegar al alma de los pueblos significa interpretar sus costumbres e idiosincrasia y captar algo, por lo menos, de sus antecedentes históricos.

Eso es lo que hago por las calles de Valledupar, apoyado por expertos guías, como Hernando Fernández de Castro, líder cívico de la localidad, que me enseñan a conocer los sitios de in­terés y a traducir los mitos regionales. Es ésta, en efecto, una provincia llena de leyendas, donde el vallenato, más que una canción popular, es el medio folclórico que se ha encargado de ex­plorar en el pasado para trasladar al presente y al futuro todo ese venero de tradiciones que hoy conforman la esencia de una raza, con sus amores, sus angustias y sus esperanzas.

Leo con interés el libro de Pedro Castro Trespalacios titulado Culturas aborígenes y cesarenses e indepen­dencia de Valle de Upar, y la Casa de la Cultura Cecilia Caballero de López pone en mis manos dos revistas sobre la leyenda vallenata, todo lo cual consti­tuye precioso material para quien desea y busca el acceso a la ciudad. Aquí Macondo es una realidad evidente.

En Valledupar se respira el regio­nalismo auténtico, en el sentido de querer y defender lo propio, y preva­lecen los signos patrióticos legados por la heroína María Concepción Loperena de Fernández de Castro, cuyo nombre se recuerda en monumentos, colegios y títulos co­merciales como gran protagonista de la Independencia. Fue ella la que donó 300 caballos para la campaña emancipadora de Bolívar, quemó en la plaza pública los escudos de armas y el retrato de Fernando VII y, aunque de origen realista, proclamó la independencia de la antigua Provincia de Santa Marta.

Y el paso del doctor Alfonso López Michelsen, primer gobernador del Cesar en el año de 1967, se resalta en variados testimonios públicos. Su presencia en los destinos del nuevo departamento se encargó de relievar el nombre de sus antepasados españoles, los Pumarejo, quienes con la llegada en 1730 de don José de Pumarejo a la ciudad de Santa Marta crearon un núcleo familiar respetable en la historia colombiana.

El sentimiento de los pobladores gira alrededor del vallenato, la mayor identificación regional. El vallenato se lleva en la sangre como una marca, como un estilo de vida, y también po­dría decirse que como una religión. El pueblo habla en tonadas su lenguaje amoroso, rinde honores a sus dioses y sublima sus leyendas. Esta simbiosis del acordeón con la guacharaca y las maracas estremece el alma de los ha­bitantes y los mantiene en combustión espiritual.

En el Festival de la Leyenda Vallenata, donde año por año se dan cita compositores, acordeoneros, poetas, copleros, pintores, cuentistas, explota el júbilo popular como un torrente contenido de la sangre. La copla, festiva o triste, expresa querencias y críticas sociales. Por eso el romancero vallenato se ha convertido en un código social. Y lo social se vuelve religioso.

Rafael Escalona, príncipe del va­llenato, llena toda una historia musical del país. Él les da aliento a los grandes compositores de la comarca, que todos los años compiten por ser reyes del vallenato, denominación que en el fondo significa hombría. Cantando también se es hombre, en el sentir de estas gentes alegres y sentimentales. El primer juglar que tuvo la música vallenata fue Francisco Moscote, que se quedó como Francisco el Hombre. Su memoria crece y se prolonga como eco de la región.

La mujer es el centro musical por excelencia. Se le canta de mil maneras y en múltiples mensajes. Juan Muñoz, viejo cantador de auténtica fibra va­llenata, así vuelca su alma en esta crónica de viaje:

Poner amor en mu­jer / es escribir en el agua, / poner nieve en una fragua / y en el mar un alfiler. / Odiarla, no puede ser / y amarla es un gran error, / así que será mejor / que­rerla de cierto modo / y no quererlas del todo / ni dejarlas de querer. / Por eso es malo tener / una mujer sin gobierno; / le voy a poné a la mía / jáquima, bozal y freno…

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1985.

 

 

 

 

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