El poeta de la ruana
Por: Gustavo Páez Escobar
Luis Carlos González murió en su ambiente. Se fue cantando bambucos. Hizo de su vida una canción y así entendió la parábola del montañero, que sin música en el alma no logrará desafiar los arcanos de la muerte.
Este vate popular, que tan bien supo interpretar los amores, las angustias y las costumbres de su gente, pasó por su provincia como un viento fresco. En cada corazón enamorado depositaba las nostalgias de su tiple bohemio, y en las fatigas del labrador derramaba las esperanzas de los amaneceres tranquilos.
Un día tendió su ruana por los caminos de su tierra y enlazó a toda Colombia:
La capa del viejo hidalgo
se rompe para ser ruana
y cuatro rayas confunden
el castillo y la cabaña.
Es fundadora de pueblos
con el tiple y con el hacha,
y con el perro andariego
que se tragó las montañas.
Poesía auténtica la suya, le brotaba como manantial de sus montañas, que lo mismo en Pereira, en Armenia o Manizales —siempre por los caminos del Antiguo Caldas— le corría alma adentro como un eco de la patria. Maestro por excelencia de la canción criolla, enalteció los valores de su raza y se volvió el mejor trovador familiar de la comarca.
En su inspiración la aldea logra su más lúcida categoría, y por ese pueblo que él vio crecer a golpes de hacha y de bambucos –Pereira, la querendona, trasnochadora y morena– desfilan las virtudes y las pasiones, los sudores y los deseos de una casta de soñadores y valientes.
La policromía de su parcela es el himno constante de su alma musical:
Por los caminos caldenses
llegaron las esperanzas
de caucanos y vallunos,
de tolimenses y paisas
que clavaron en Colombia
a golpes de tiple y hacha,
una mariposa verde
que les sirviera de mapa….
Luis Carlos González no ha muerto. Se quedó hecho un bambuco. Es ya para siempre sangre de la montaña. En cada fonda del Antiguo Caldas, eco de las fondas antioqueñas, seguirá resonando su voz atiplada junto a la ruana, el carriel y el machete. Cumplió el destino de cantor de su región. Cantor de Colombia entera.
Es posible que la emoción de recibir el libro El poeta de la ruana, de Héctor Ocampo Marín, y ver trasladado su nombre a la sala cultural del Banco de la República en su cuna pereirana –honores desproporcionados para su modestia ancestral– le hubieran destemplado alguna cuerda sentimental. Sus amarras volaron como mariposas montañeras, que ya no las detiene el viento. «Sin Luis Carlos González a Pereira le faltaría la campana mayor», dice Ocampo Marín.
Y sereno se fue con las luces del atardecer:
Porque ya nada me falta
de nada y todo soy dueño,
y porque aprendí en jornadas
de amor, esperanza y tiempo
que la vida sólo es vida
cuando envejecen los sueños,
¡bendigo la soledad
que me acompaña, ya viejo!
El Espectador, Bogotá, 10-IX-1985.