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El nombre de la rosa

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Tras una semana de intensa y apasionante lectura le he dado vuelta a la última página de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, su novela muy nombrada que consigue conquistar el in­terés del mundo a poco tiempo de su publicación en 1980. Admirable el hecho de que, tratándose de su primera novela, si bien ya había difundido cuatro libros anteriores de ensayos diversos, el éxito desbordante le llegue en este inicial despegue como narrador.

Esa suele ser la fama: sor­presiva y traicionera. El autor es un hombre maduro, de 48 años de edad, que demuestra la consis­tencia de su mente estructurada entre estudios de semiótica y el escrutinio sobre el hombre como ser orgánico y pensante.

En su deseo de estudiar una conflictiva época religiosa, la del siglo XIV, se va por los caminos tortuosos de la iglesia italiana dominada por monjes ligeros y logra pintar el ambiente corrupto de aquellas calendas. Ya Clemente V había trasladado la Santa Sede a Aviñón y había disuelto la orden de los tem­plarios para darle satisfacción a su protector, Felipe el Hermoso de Fran­cia. En esta forma escapaba de la Roma movida por ambiciones, intrigas y concupiscencias.

Vendría más tarde el imperio de Juan XXII, papa ambicioso, de 72 años, de ingrato recuerdo, cuyo afán mercantilista lo lleva a amasar cuantiosas fortunas.

En este período abunda la peor simonía. Los pecados sexuales de los clérigos se absolvían con dinero tarifado, según la gravedad de las faltas, y las monjas, que también pecaban, conseguían incluso ser nombradas abadesas si su peculio se mostraba generoso. Tal era el clima moral de Aviñón: mercado persa, con es­tatuas de oro y sepulcros blanqueados

En esa atmósfera descompuesta, que parece inverosímil, el novelista urde una red policíaca, valiéndose de las dotes detectivescas de un monje con pasado de inquisidor, y le imprime el tono exacto a aquella etapa medieval de hondos conflictos sociales y religiosos. No es lícito esconder la verdad de la historia, si ella, como orien­tadora de la vida, escribe lecciones para los tiempos futuros. Ya se sabe que la Iglesia, para preservar la fe y mantener su categoría espiritual, ha tenido que vencer grandes tempestades.

El éxito de Eco en su novela consiste en haber retratado con fidelidad unos hechos escabrosos. El novelista es historiador cuando sabe dibujar el ambiente y reconstruir la tempera­tura social. Los crímenes sucedidos en la abadía benedictina, que describe poblada de fantasmas, brujerías, pasiones y monjes perversos, corres­ponden a una maravillosa ficción novelada.

La biblioteca del saber, defendida con celo contra posibles invasores, es el centro neurálgico de la abadía alrededor del que giran los mayores sucesos. Allí se guarda la incógnita de los misterios inaccesibles. Este tesoro tiene que quemarse y pulverizarse para hacer más humillantes la apetencia y la incapacidad del hombre. Dijérase que las llamas depuradoras limpian el alma e iluminan el recto camino.

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Las menti­ras religiosas, que las habrá siempre, arden allí como pavesas de la rectifica­ción. Ya el monje detective ha encon­trado su anticristo en el rostro deforme y satánico de uno de su congéneres, y bien está que luego estalle el drama apocalíptico de la destrucción. La abadía, que se deja sin nombre, apenas como referencia de la ignominia universal que no necesita identidad precisa, queda perdida en el polvo de los siglos.

El lenguaje crudo y la dureza de algunas escenas, por más descarnados que sean, o por eso mismo, reflejan la autenticidad de la época. Umberto Eco, que parece un eco del pasado, no se equivoca con los símbolos que utiliza al ponernos a meditar sobre la dis­torsión de los tiempos y las reconditeces del alma. Quizá no vuelva a escribir otra novela, porque no conseguirá superar la actual. Por lo pronto, la fama le ha medido y le ha recortado la oportunidad para nuevos proyectos.

El Espectador, 2-V-1985.

 

 

 

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