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Palmira señorial

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

«Tú has sido un gran crisol: el africano bronce, el oro español y el cobre indio”. Así definió el maestro Valencia el alma ancestral de Palmira. Ciudad añeja, con sus trapiches secu­lares olorosos a molienda y sus tierras trabajadas con el sudor de las negrerías y fertilizadas con el prodigio de la naturaleza ubérrima, recuerda aún el dominio feudal de la corona española.

A Palmira llegaron muchas corrientes étnicas que crearon una raza fuerte, mezcla del indio cobrizo y el blanco español, e impulsaron la especie hasta plasmar un conglomerado humano de múltiples matices, que le dio asiento a la moderna ciudad de hoy en la que se confunden, hermanados, los habitantes actuales, en quienes se conjugan distin­tos colores de raza, desde el muy negro hasta el muy blanco, y poseen además diferentes acentos idiomáticos. Es ciudad de contrastes, tanto en lo económico como en lo social.

Predomina la raza vivaz, trabaja­dora, endurecida por los sofocantes soles de su agricultura, y que en los laboreos de los trapiches en eterna efervescencia, de las cañas de azúcar tremolantes, de la agricultura agresiva y las briosas ganaderías, como símbolos de poder económico, se mantiene fiel a la tradición de pueblo pujante.

El ámbito rural, donde el esclavo aprendió a amasar con vigor la riqueza de la tierra, se ha trasladado con igual ímpetu febril al marco de la ciudad, en la que crece la imaginación creadora de las fábricas metalmecánicas y las industrias caseras de los manjares azucarados, los buñuelos y los pandebonos. Es el abrazo de la ruralía con la ciudad, y al fondo, como ex­presión necesaria de la sangre tórrida que constituye su manera de ser, se disfrutará del sabor afrodisíaco de la salsa, o como quiera llamarse el último grito tropical de la música, un mensaje que llega de lejanas reminiscencias.

La gentileza de sus habitantes hace de Palmira una ciudad cordial y atrac­tiva para el turista. Por las calles se deslizan, con visos coloniales, sus coches tirados por caballos, que hacen pensar en pretéritas épocas de romanticismo. En el sen­timiento de los palmiranos perduran los ecos del ayer romántico. Jorge Isaacs sembró en el corazón del pueblo el amor de María, y sin ella es imposible asimilar la sustancia de la tierra edé­nica.

Ricardo Nieto, inspirado vate palmirano cuyo poema Libros ha resonado tantas veces en el alma del cronista, parece que deambulara por las calles nocturnas del pueblo señorial.

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Tal la estampa de Palmira que capta al vuelo, en breve recorrido por su geografía quemante, el escritor que ha venido en pos de la belleza del paisaje y ha admirado al mismo tiempo la esbel­tez de sus mujeres. Las autoridades municipales me transmiten la preocu­pación que las anima por remozarle la cara a la ciudad y acometer diversas obras que le impriman un progreso más dinámico.

El alcalde Sanguino y su equipo de colaboradores (entre quienes se destaca el elemento femenino como un sello de la tierra) trabajan por una Palmira mejor. Luz Elena Duque, graciosa y activa tesorera del muni­cipio, que me sirve de guía mostrán­dome diferentes aspectos de la admi­nistración, sabe que su ciudad saldrá adelante y corresponderá a los símbolos que figuran en su escudo: el músculo, el paisaje y el corazón.

La ciudad, adormilada en los últimos tiempos, ha descuidado sus calles y fachadas y aplazado algunas nece­sidades prioritarias, como el alcanta­rillado ya envejecido, los teléfonos en constante deterioro y la construcción del Palacio Municipal, antigua obra que ahora se ve progresar a mayor ritmo.

Es preciso que la dulzura del azúcar, cuyo olor perfuma el ambiente, haga el milagro de transformar a Palmira. Es ciudad con larga historia y sin fundador, cosa rara. «No tenemos dueño, todos somos dueños de nuestro municipio», leo en una cartilla municipal. He ahí el reto del progreso.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1984.

 

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