El reino de los borrachos
Por: Gustavo Páez Escobar
Leyendo las referencias que sobre el alcohol analiza Horfacio Gómez Aristizábal, cualquiera se vuelve abstemio. Ni siquiera al borracho más empedernido le provocará pasar un centímetro más de licor, y el que apenas está aprendiendo a empinar el codo renuncia ipso facto al viernes cultural, el mayor pretexto de los borrachitos colombianos para no hacer cultura y en cambio embrutecerse hasta el estado de criminalidad que quiere evitarnos, aunque contra él está listo a defendernos el penalista Gómez Aristizábal.
Poca celebridad recibe Colombia ocupando el tercer puesto mundial en el consumo de licor por habitante. Si los colombianos ingerimos mil millones de cervezas y cincuenta millones de botellas de aguardiente al año, o sea, la friolera de treinta mil millones de pesos (y aquí no se incluyen los whiskys, las vodkas y las ginebras con que Horacio matiza sus horas de meditación), debemos concluir que nos estamos desintegrando por descomposición física y moral.
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Somos un bienaventurado país de alcohólicos, con más de veinte millones de aficionados diarios e intermitentes, entre ellos, cinco millones de borrachos crónicos. Verdadero desastre nacional. Los adictos a la marihuana, la coca y sus derivados son apenas ochocientos mil, población que, según se ve, sólo está en crecimiento, y en cambio todos somos dipsómanos en ejercicio o en disponibilidad.
Los efectos son pavorosos y vamos a recordar algunos: el 90% de los hogares se destruye por alcoholismo; el 50% de los accidentes de tránsito los causa el licor; el 40% de los salarios queda en tabernas y cafetines (a propósito: en Bogotá existen 300 mil bares sin licencia, dato interesante que Salpicón ignoraba).
Cada año mueren en Colombia diez mil personas por alcohol y a clínicas y hospitales ingresan cien mil, que seguirán insistiendo, año por año, en sus costumbres etílicas hasta que finalmente terminan desbaratadas contra el poste de la luz, con el hígado deshecho en mil pedazos, o abatidas en refriega amorosa, con pistolas y misereres, o desparramadas en el hospital, con el líquido fluyendo por todas partes…
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Nada se hace con la cabeza fría. Si se tiene miedo, hay que beber para adquirir valor (casos típicos: el de los novios, en su primera declaración de amor; o el de los traficantes bancarios, antes de levantar su raudo vuelo millonario). Si se carece de talento, no están mal unas pócimas diarias de inspiración. Si hay deudas –un estado general–, con los copetines las olvidaremos. El ascenso, la destitución, el grado, las fiestas pueblerinas, el matrimonio, la infidelidad, la separación y la misma muerte se salpican con licor.
Celebración que se haga sin tragos no vale la pena. Después del velorio, con las libaciones le daremos vida al muerto y nos repartiremos sus bienes, si es que no los dejó gravados por las deudas etílicas. Y el muerto nos mirará, como buen bohemio que fue, con sed infinita y con deseos rabiosos de rompernos el alma por ser tan miserables.
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La beodez es un cáncer de la humanidad y no respeta a nadie. Tiene varios grados: primero está la embriaguez tímida, que es el período de calentamiento de motores donde apenas somos capaces de balbucir la desazón amorosa o el impreciso deseo de aumento salarial; sigue la embriaguez eufórica, o sea la etapa de los discursos, las promesas, los manoseos y los besuqueos, en la que nos sentimos los más hombres, los más ricos y perdonavidas; y llega la embriaguez furiosa, la de los tropezones, la mirada turbia, las palabras enredadas, los ademanes violentos con irritación síquica y desajuste moral, pérdida de reflejos y del puesto, insultos al jefe y coqueteos a su mujer, sevicia, celos, rompezón de vajillas, encaramada al zarzo, paliza a la esposa y embrutecimiento total …
Al día siguiente, víctimas de espantoso delirio de persecución, cualquier ruido nos enerva y sentimos el cerebro montado sobre agujas. Llegará luego el arrepentimiento sincero, frenético, para toda la vida, y renunciaremos al licor y sus provocaciones, ante la familia en pleno. Promesa que no resiste un día, ya que en la tarde, cuando se agudizan el temblor, la angustia y el desorden mental, nos acordaremos del bar próximo, donde el remedio está a la mano, y reiniciaremos el eterno cuentico de no dejarnos alcanzar del guayabo. «No hay derecho», es la conclusión del penalista Horacio Gómez Aristizábal.
El Espectador, Bogotá, 29-XII-1983.