Paipa, mi pueblo
Por: Gustavo Páez Escobar
Apenas acababa de regresar de breve recorrido por los caminos de Boyacá cuando recibí el libro Paipa, mi pueblo, de Armando Solano, afortunada edición del Banco de la República dirigida por Hernando Mejía Arias, discreto trabajador cultural, el mismo que asesoró las obras Gotas de tinta, de Luis Tejada, y Poesía y prosa, de José Asunción Silva, excelentes publicaciones de Colcultura.
Decía Solano que «no hay en nuestra raza característica más persistente que la melancolía, y esa melancolía hace del tipo que se mueve bajo su influencia, el más apto para un progreso sustantivo e integral». En el boyacense se combinan condiciones poco comunes. En su sencillo porte habitual van escondidas la malicia, la sinceridad, la cordialidad, la penetración de espíritu, la ingeniosidad bromista con que protege su humildad y se defiende contra los zarpazos de la existencia.
Armando Solano se pasó la vida cantándole a su tierra y extrayendo de ella el sabor, la sabiduría y la poesía que permanecen en su obra mesurada y reflexiva. Es él, ante todo, ameno conversador literario —como era su permanente manera de ser—, cuyo mérito principal reside en la autenticidad con que supo captar la pureza del paisaje y la pureza del alma boyacense. Dos condiciones que le dan dimensión a la patria colombiana.
Dominó la difícil facilidad de la escritura, y forma, con Eduardo Caballero Calderón, Eduardo Torres Quintero, Eduardo Mendoza Varela, José Mar, José Umaña Bernal y tantos otros, la legión de grandes estilistas boyacenses. ¿Y qué es el estilo sino esa garra del pensamiento que se queda en el tiempo como mojón irremovible del tránsito del hombre sobre la tierra?
Hoy es distinta la Paipa que conoció Armando Solano, como lo advierte el prologuista, Próspero Morales Pradilla, otro boyacense preclaro. Comenta él que lo más curioso que les ha ocurrido a los boyacenses es el cambio de color. En vida de Solano se vestía de negro. ”Este hecho —dice Próspero Morales— les daba resonancia y, sobre todo, uniformidad a los escritos de Solano».
Pero vino la época del color: televisor, violencia, siderúrgica, camisetas de los ciclistas… que acabaron con cuatro siglos de luto en Boyacá. ¿Y toda esta barahúnda del color y el progresismo —pregunto yo— no estará terminando también con los escritores? ¿Sí es fácil escribir entre el bullicio del transistor endemoniado o la pantalla fulgurante y frívola del televisor que no deja pensar?
Encontré, en mi viaje relámpago por la zona turística de Boyacá, dos lindos pueblos agonizantes: Tibasosa y Nobsa. Se están intoxicando entre la contaminación mortífera de las fábricas de cemento. ¡Los está matando la civilización! Y me hallé con otro adefesio: el turismo, a lo gringo, o sea con arrogantes dólares viajeros, hace hoy de Villa de Leiva, Paipa y sus alrededores, antes pueblos accesibles al bolsillo, lugares exageradamente caros.
Regocijémonos, quienes aún leemos libros, del reposo de aquella Paipa lejana que se rescata hoy, con la confortante melancolía del alma boyacense, entre el vértigo y la algarabía infernales de estos tiempos convulsos y confusos que no alcanzó a presentir Solano. Paipa es también emblema de la quieta aldea del ayer que el país se dejó robar. Los pueblos serán siempre reflejo del alma. Carlos Eduardo Vargas Rubiano, celoso vigilante de la heredad, debiera promover una campaña para preservar a Boyacá contra los asaltos deformadores de la falsa civilización.
Una pregunta final: ¿Por qué le suprimieron, en la carátula del libro, la coma a Paipa, mi pueblo? Esto tampoco lo hubiera entendido Solano, esteta del estilo, y es mejor que lo ignore en su descanso eterno. La coma se suda y se goza tanto al colocarla, cuando es correcta, como al suprimirla, cuando es defectuosa. La buena puntuación usurpada o dislocada se vuelve un atropello contra el ritmo y la donosura del idioma. (Pero si las nuevas generaciones no aprendieron a escribir con sintaxis, menos lo harán con comas y tildes).
¿Será que con la salida de Jaime Duarte French de la Biblioteca Luis Ángel Arango se están colando los diablillos de los tiempos modernos que tratan de desdibujar la época y la obra memorables de Armando Solano?
El Espectador, Bogotá, 4-VIII-1983.
Revista Cultura, N° 135, Tunja, diciembre de 1991.
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Comentario:
Buena, pero muy buena, tu nota de hoy en El Espectador sobre el libro de Armando Solano. Inteligente, sabrosa, conceptuosa. Lo de la coma, estupendo. Adel López Gómez, Manizales.