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Humo

lunes, 17 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El ingeniero contemplaba, orgulloso, la estructura que ascendía en ese momento a 14 pisos y medio y que se erguía como un gigante de acero por entre débiles armazones que, a su lado, parecían muñecos de barro. El poder del hombre no es tan ilimitado como para no ser capaz de fabricar monstruos de 14 cuerpos y medio. Perdón: de 15, porque ya la inmensa pala, que no le tenía miedo al vértigo, acababa de transportar nuevas piezas y las había encajado, formando una figura completa. Tenía pies y brazos y tronco. Solo le faltaba la cabeza.

Cuando el aparato giró de nuevo sobre los absortos tejados, el profesional acarició su vanidad con gesto de suficiencia. Pero luego se disminuyó su arrogancia al verse tan insignificante frente a sus colosales matemáticas.

Sesenta hombres que se movían en todas las direcciones, como diablos sueltos, representan un enjambre alborotado. Carretillas en ascenso, bloques de cemento asomados en el abismo, arterias que palpitan, voces que se reprimen… aquello era la combinación de muchas fuerzas alocadas. Arriba, la pala taladraba la oquedad de la atmósfera; abajo, el hombre escarbaba el vientre de la tierra; y en el agujero, 62 peones en agitación, como ratas atrapadas.

–¡Carajo! –rabió el ingeniero desde la altura.

Se había encaramado allí para medir mejor su talento. El hombre se siente más hombre cuando está subido sobre algo.

La hormiguita, que había desviado su camino mientras la fila de compañeras detenía la marcha, descendió veloz por la pantorrilla del ingeniero. El palmotazo llegó tardío y el insecto alcanzó a ponerse a salvo. Y riéndose de la picardía, entabló con su vecina el siguiente diálogo:

–Es necesario distraerlo: nos obstruye el paso.

–Debemos proseguir la marcha –agregó la compañera.

–El hombre es vanidoso. Se cree importante, casi un dios, si levanta 15 pisos. Pero se vale para armarlos de potentes maquinarias, mientras nosotras cargamos varias veces nuestro peso. Si tuviéramos su misma estatura moveríamos este edificio.

–Y oye cómo grita para que le obedezcan. Las hormigas trabajamos en silencio y producimos más que el hombre, sin tanto aparato ni ostentación. Hacemos caminos y túneles y puentes.

–Y construimos palacios en los árboles. Pero el hombre es destructor: tumba nuestras moradas y nos extermina. Vivimos socialmente. En cambio, él es disociador.

–¡Hagamos la revolución!

–¡Hagamos la revolución! –apoyó la compañera.

–¡Carajo! –gritó otra vez el ingeniero–. ¡Templen ese cable! ¡Sostengan la columna! ¡Muévanse, idiotas!

–¿Lo oyes? Grita, maldice, siembra odio. Llama idiotas a sus semejantes, mientras en nuestra sociedad somos hermanos. Tú eres mi hermana. Yo soy tu hermana. Pero él no podrá ser nunca nuestro hermano, porque no llegará a ser hombre-hormiga.

Dejó el hombre de vociferar, y pensó: «Soy poderoso. Nadie me gana en fuerza. Y estos bichos rastreros pretenden enseñarme ingeniería entrelazando los desperdicios de la madera. Si quisiera los aplastaría a todos de un pisotón. Es tanto mi talento, que puedo convertir el edificio en una escalera al cielo».

Respaldó su jactancia con un golpe en el tablado. La hormiga apenas pudo esconder medio cuerpo entre la ranura de la madera. El taconazo trituró a varias de las compañeras.

Si el hombre experimenta desolación ante el desastre, también el animal. El hombre y el animal no se diferencian en sus instintos primarios. Presa la hormiga de intenso dolor ante la caravana diezmada, sintió arderle la venganza. Era una venganza sorda, furiosa. El grito de ¡revolución! se había apagado con un solo impulso bajo el pie del hombre. Pero la hormiga no desistió y con rabia empujó al pelotón de relevo, que ya trepaba por la pared y coronaba la altura. Volvió a subir por la pantorrilla y picó más fuerte. Y de nuevo el manotazo se volvió colérico, pero otra vez el animal saltaba a tiempo. Era una manera de provocar al enemigo, de responder al ataque.

Mal podía el hombre entender que aquello era un reto, y menos admitir que los seres minúsculos que se movían a sus pies fueran tan laboriosos como él que hacía hervir las entrañas del socavón con solo accionar aparatos y barajar matemáticas; que cruzaba hierros y columnas como si armara figuras de cartón; que levantaba gigantes en el aire como si inflara bombas de caucho.

Los obreros, pequeños danzarines del espacio, se columpiaban entre andamios y trepaban por las paredes como títeres movidos por hilos invisibles. Y allí, en la cúspide, elevado como un dios, el ingeniero podía pavonearse en su orgullo y embriagarse con la gloria, si –como lo pensaba con orgullo– estaba levantando una nueva Torre de Babel para llegar al cielo y –soñador al fin– engarzaría una estrella para que le alumbrara el camino. La bóveda celeste, tersa y majestuosa, flotaba en el espacio a cortísima distancia. Alguna nube pasajera rozaba la techumbre y entonces más se contagiaba el hombre de altura e inmensidad.

La caravana se había detenido. Con dificultad había llegado hasta allí, con su cargamento de maderas, para fabricar, también en la cumbre, una morada. Pero no una morada cualquiera. Sería un mirador al cielo. Mas en la cumbre había confusión. El viento soplaba fuerte. Y allí estaba el hombre, su eterno enemigo, que le cerraba el paso.

Si la hormiga es artesana y construye caminos y túneles y puentes, olvida a veces que su reino no está en las alturas, sino en los subterráneos. Pero, vanidosa también, pretendía avanzar a empellones. Su osadía era tanta al querer posesionarse de la cima para arrojar al hombre al vacío, como la de éste pretender enlazar estrellas. El bicho incitaba a la revolución, olvidando que las batallas no se ganan a picotazos en la era de los cohetes y las metralletas. Y cada vez picaba con mayor ardor, sin importarle que la furia del hombre siguiera diezmando la insurrección. ¿Por qué desistir, si venían próximos otros refuerzos, y después llegarían más, y muchos más?

–Ningún Vietnam se ha ganado en un día –argumentó la hormiga.

Por el listón ascendía una hilera compacta, más nutrida que las anteriores. Llegaba el momento definitivo. La proclama de la hormiga líder fue vehemente:

–¡Adelante, compañeras! Debemos luchar contra el hombre, debemos dominarlo. Ya ha exterminado parte de nuestro ejército, pero nos vengaremos. Moveremos entre todos el tablado y lo lanzaremos al abismo. Y pondremos aquí nuestro trono. ¡Abajo el hombre!

–¡Abajooo…!

–¡Empujen todas!

Las fuerzas reunidas hicieron prodigios: el tablado se movió.

–¡Más fuerza, compañeras!

A la tercera embestida la tabla crujió. Despavorido, el hombre se llevó una mano a la cabeza. Sintió que el mundo se movía a sus pies, y lo trastornó el vértigo. Las brigadas enemigas no cesaban en su empeño y arremetían cada vez con más brío. La venganza estaba próxima. No había duda. Con un nuevo impulso el hombre perdería el equilibrio y se destrozaría el cráneo entre las murallas de hierro y cemento por él mismo fabricadas.

–¡Ánimo, compañeras!

Multitudes frenéticas irrumpieron por todas partes y cercaron al hombre. Mientras unas bamboleaban la tabla, otras lo habían invadido en brutal arremetida, produciendo en sus carnes escozor y desespero. Eran legiones inmensas, interminables.

Una hormiga furiosa se expresaba así:

–El hombre, que fabrica edificios y cohetes y computadores; que arma guerras y mutila y asesina; que invade el espacio y se sumerge en los mares; que se envanece, en fin, con una mole de 15 pisos, es un cobarde. ¡Un verdadero cobarde! Un simple cosquilleo lo incomoda. El piquete de un insecto lo atormenta. Un hormigueo lo desespera.

No: el hombre, entre más herido, más violento. Volvían a chocar los instintos primarios del hombre y del animal. Aquellos bichos caían a centenares con solo palmotearse el cuerpo. Y morían, también a montones, a cada pisotón.

La tabla se partió en dos. El edificio se sacudió. La hormiga vio ganada la batalla, pero luego se horrorizó: sus brigadas desaparecían entre el estremecimiento del terremoto. No era la fuerza animal la que había movido la estructura: era la arremetida del cataclismo. También el hombre se erizó. Una grieta se abrió y se tragó a tres obreros en un segundo. Otra sacudida violenta, bramante, aplastó a cinco peones más. Se desmoronó una viga. Un andamio hirió el espacio con su fardo de ayes ahogados. Los escombros aullaban como jauría hambrienta. Tronó la tierra y los cables se reventaron como hilachas, mientras el cemento crujía, y las vigas, las columnas y las monstruosas matemáticas se arrodillaban. El grito angustiado, la arteria despedazada, el estruendo incontenible, todo se asfixió entre humo y cenizas.

¡Iluso el hombre que, en el último desconcierto, pretendió agarrarse de la estrella para no irse a la profundidad! ¡Ilusa la hormiga que aún intentaba clavar una morada en la altura!

Tinieblas-silencio-humo-muerte…

Tendido de bruces como había quedado el hombre en el fondo de la caverna, aún tuvo fuerzas para voltearse. Y antes de entrar en la total inconsciencia, percibió sobre el rostro el leve paso de la hormiga. Y –fantasía o no– de los ojos descomunales del animal vio desprenderse lagrimones espesos.

Una estrella se había colado por entre los hierros retorcidos: el fulgor de las estrellas se parece a las lágrimas.

El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 26-XII-1982.
Eje 21, Manizales, 17-IV-2020.

 

 

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