Por fin… ¡diciembre!
Por: Gustavo Páez Escobar
Atravesar el año es una de las pruebas más difíciles de los colombianos. Si al final de la jornada todavía estamos completos, es demostración de resistencia. Merecemos un escudo. Completos, en el sentido de no haber perdido un ojo o una pierna. Y también habiéndolos perdido, porque conservar la vida, inclusive con mutilaciones, es acto heroico en este país de pasmosa inseguridad.
Ya son pocos los sitios que quedan en el planeta más peligrosos que nuestra linda tierra colombiana. La belleza y el peligro han sido dos conceptos que siempre andan juntos, como se demuestra con la mujer, y descartar el riesgo en este exótico país tropical, donde la marihuana se da silvestre y el delito camina solo, es pedir demasiado.
Es tanta la fama que tenemos de atracadores, que el extranjero se siente reducido con sólo dar el primer paso en la escalerilla del avión. Por más que se pegue a su billetera y esconda sus joyas en el sitio más estratégico, algo le birlarán en el tránsito del aeropuerto al hotel. No es improbable que mientras el gringo exclama ¡oh, Bogotá!, entre un suspiro de admiración y una fricción de manos, desaparezca en un segundo la maleta que había depositado en el suelo para sacar los dólares que le exigía el taxista. Si se descuida, también ésta se esfumará como por arte de magia.
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Señora: ande sin joyas. Es consigna que vuela de boca en boca. La dama, que de todas maneras no puede prescindir de sus vanidades por llevarlas tan ligadas a su naturaleza, se las quita, las acaricia y las introduce en lo más profundo de su bolso. Otras veces, en lo más íntimo de su cuerpo, y de allí también se evaporan.
Nuestros rateros son especializados en extraer sin el menor ruido el bolso femenino, dejando apenas un pequeño orificio que nunca se sabe cómo se hizo; y si el acceso a las recónditas fortalezas que a veces la mujer supone que son inviolables, se muestra escabroso, la punta de un cuchillo o la boca de un revólver hará descubrir todos los secretos.
A la vuelta de cualquier camino el finquero se tropezará con la cuadrilla de maleantes, que le arrebatará la remesa para el pago de jornales, el vehículo y la propia vida. En este percance, que es el mismo que sucede en las calles de la capital, es mejor no moverse y entregarlo todo.
Nadie, por otra parte, ve nada. Todos pasan tranquilamente a nuestro lado, nos miran cuando el asaltante nos encañona, es posible que nos compadezcan, porque además se están compadeciendo ellos mismos, y siguen su recorrido.
Cuando alguien grita ¡un ladrón… cójanlo…!, todos se protegen en natural acto de defensa para que no los vayan a confundir. El raterillo, maestro de los esguinces, se cuela por entre las piernas y en un instante está al otro lado de la vía, victorioso de su hazaña. El policía intentará seguirlo, pero como el gamín es más veloz y además tiene ángeles de la guarda, desistirá.
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Por fin… ¡diciembre! La gente suspira y se toca por todas partes. Algunos llegan hechos jirones, pero vivos. Y esto de estar vivos no es cualquier cosa. Es el mayor milagro de cada día en nuestra amada Colombia, donde la vida no vale nada. Un año de sacrificios en lo económico y de desgarramientos en lo moral, donde el país ha jugado en la cuerda floja de la especulación y los desenfrenos, concluye felizmente. Ya se ve que “felizmente“ es un término de resignación, más que de auténtico júbilo.
Con unos cuantos atracadores de la banca en la cárcel (banqueros, para mayor precisión), con otros todavía sin llegar, con miles de ahorradores estafados, con una piratería campante por calles y caminos, con los presupuestos familiares en ruinas… ¡estamos en diciembre!
El padre de familia supone que han terminado sus angustias. Pero se acuerda de que al final del año el pago es doble, incluso triple, porque de una vez le cobran la matrícula del año siguiente, cuando no la primera mensualidad como requisito para no perder el cupo, según lo pretenden algunos colegios de Manizales.
Los hogares hacen inmensos esfuerzos para conseguir la entrada de sus hijos a la universidad. Deben presentarse en tres, en cinco, en diez universidades, y pagar inscripciones y pasajes a manos llenas. Y al final, ¡nada! No hay cupo. Cuando lo hay, no hay plata. Hoy el mejor negocio son las universidades.
Se dice que muchas universidades son de mafiosos, pues no es sino ver en qué clase de vehículos llegan los hijos de papi. El grueso de los colombianos, que todavía esperan la universidad a distancia, pero sobre todo la universidad económica, hacen una muestra de escepticismo. Es como un gesto de terror, con sólo pensar en la universidad.
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¡Estamos en diciembre! El mes de la alegría, que pregonaban nuestros abuelos. Hoy es el mes de las burbujas y los espejismos. El de la mayor frustración. Ahí se corona el vía crucis. La prima de Navidad ya quedó hecha añicos, apenas comenzando el mes. Los atracadores urbanos se preparan a hacer de las suyas, al amparo de la impunidad.
Las damas, que no cogen experiencia, piensan recuperar las joyas perdidas. Es lo que le piden al Niño Dios. Y es el milagro que harán, de todas maneras, los esposos oprimidos.
El Espectador, Bogotá, 23-XI-1982.