Las ruletas de la trampa
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando la banca colombiana era ortodoxa, existía un país serio v respetable. La gente no buscaba llenarse de plata de un golpe. Los capitales se defendían con prudencia y crecían con seguridad. Antes de comprar una acción o poner un dinero a interés se estudiaba la confianza de la operación.
Con el tiempo los papeles se invirtieron. Ahora se busca ante todo la utilidad, sin importar mucho que ésta sea irrazonable y peligrosa. Como por todas partes comenzaron a aparecer unas entidades que competían velozmente en ofrecer los intereses más altos y los halagos más seductores, la gente ni siquiera se esforzaba por averiguar antecedentes. Era un mercado persa y estrafalario, donde ganaba, por lógica, el que pusiera más puntos y ofreciera mayores señuelos. Lo importante era ganar, y ganar rápido.
Mi amiga la viuda, por ejemplo, no quiso aceptarme un consejo sano y a tiempo. No era mucho el capital que había heredado de su marido, pero era lo suficientemente capaz de prodigarle una existencia digna. Despreció mi consejo, como si yo fuera a quedarme con la herencia. Me dijo que en la «captadora» de la esquina, la que administraba la doctora Inesita, recién graduada en ciencias de la economía, le daban cuatro puntos más, le rebajaban la retención tributaria y le encimaban no sé cuántas más arandelas que no alcanzó a explicarme por el afán que llevaba con sus billetes en el bolso.
Me la encontré luego radiante de su suerte. Meses después me contó que había mejorado el negocio. Se había pasado seis metros adelante, donde el doctor Hernán, «una fiera para las finanzas». Este le pagaba los intereses por anticipado. La viuda ganaba nuevos puntos, y yo los perdía. Su vestuario, como lógica demostración de progreso financiero, era cada día más refinado. Poco a poco se fue olvidando de la pena, conforme el mercado de las fantasías alcanzaba nuevos niveles.
Finalmente, cuando el pobre asesor de la banca ortodoxa le hizo alguna insinuación un poco tímida pero bien intencionada, ella se echó a reír. Salí de la competencia para siempre. Y era que la viuda había logrado que le pagaran el 36, pero por anticipado, y además se había ganado una comisión por trasladarse otros seis metros en la misma cuadra. Se mostraba eufórica, desafiante, segura de la vida, y desde luego despreciativa con el atrasado banquero que no salía de sus tablas ruinosas. Ella, en cambio, había aprendido a mover las ruletas de la fortuna.
Ya en estas alturas del dinero, un día le dio por confesarme intimidades. Había cambiado dos veces de carro en un año, «y no como en tiempos de Alfonso cuando el renolcito debía rendir para seis años», ya tenía engordando unos novillos y, con todo y su colección de trajes y de joyas, había un millón más en la «captadora».
Me preguntó si era evasor, y le respondí que por no serlo vivía algo estrecho. «Sos un pendejo», me recriminó en lenguaje paisa. Y me explicó que hoy ser honrado es lo mismo que ser tonto. Sentí la espuela, la misma que había sentido en muchas ocasiones, tratando de picarme. Me quedé observándola atentamente, con interés pero sin envidia. Y ella remató con este sartal de amonestaciones:
–En los bancos hay que hacer plata, ¿te embobaste? Prestá la platica en compañía, o sea, mitad y mitad. Mi primo, tu competidor, sí sabe para qué sirven los autopréstamos. ¿No ves que ya tiene hacienda ganadera y chalet de millonario? Cogés tu parte de la tajada y la llevás a la “captadora”, y ahí ni siquiera aparece tu nombre ya que el gerente te da a escoger muchas cédulas para que no resultés pagando impuestos a un Gobierno que todo se lo roba. Si aprendés el sistema, te llenás de plata. La maquinita de hacer billetes todo lo puede. ¡Despabiláte, pues, y aprendé las técnicas modernas de la banca, no siás pendejo…
Con semejante discurso me quedó bailando el caletre. La vi arrancar airosa en su flamante carro y me acordé del difunto que llevaba varios años sin poder cambiar el renolcito-4. Pero le había dejado un seguro para que la viudez no le resultara invivible.
Cuando regresó a la «banca anticuada», la encontré con cajas destempladas. Me dijo que no había alcanzado a sacar los tres milloncitos y que se había quedado sin un peso. Estaba arruinada, pues todo el grupo financiero se había venido al suelo. La consolé, claro está, y me condolí de la suerte de miles de ahorradores estafados.
La viuda está hoy en clínica de reposo. Ya se llevaron el carro y le tienen embargada la casa de sus hijos por unas facturas suntuarias, pescadas en el mercado persa de las extravagancias, que no alcanzó a cubrir la maquinita de hacer billetes.
Parece que el país quiere volver a la banca ortodoxa. O sea, volverse serio y respetable, que ambas cosas se perdieron con la proliferación de «captadoras», de bancos sueltos, de intereses insólitos, de maniobras fraudulentas, de capitales fantasmas. Sobró arrebato y faltó control.
Ahora se dice que ha llegado el cambio. Y el pueblo agrega que para que haya cambio de verdad debe haber una purga ejemplar. No la habrá mientras no lleguen los culpables al sitio adecuado, es decir, a la cárcel. Los pulpos del sistema financiero se quedaron con el huevo y con la gallina. Los peces gordos terminan comiéndose a los peces flacos.
La viuda, tan oronda y tan perifollada, no se dio cuenta a qué hora se la comieron. Hoy está sujeta a intensos ajustes siquiátricos, y no quiere oír de tablas de interés Y todo por no haber escuchado a tiempo una propuesta sana.
El Espectador, Bogotá, 10-IX-1982.