La falsa democracia
Por: Gustavo Páez Escobar
El presidente Turbay está elegido por el 17 por ciento del electorado. Porcentaje parecido le dará el triunfo al próximo presidente. Si de 14 millones de cédulas aptas en que está calculado el potencial electoral sólo concurrieron a las urnas cinco millones y medio el 14 de marzo, o sea, el 39 por ciento, hay que concluir en que las mayorías viven apáticas con la suerte del país.
Decimos, sin embargo, que en Colombia hay democracia. ¿Cuál democracia? Si por tal se entiende el gobierno del pueblo, éste se halla ausente de las grandes decisiones nacionales. «Democracia restringida» la llama Gerardo Molina y lanza serios cargos contra un sistema que, montado sobre ficciones, se muestra ufano ante el continente como representativo de la voluntad popular, cuando la voz de las urnas demuestra lo contrario. Nuestra cacareada democracia es, entonces, la gran mentira que explica la continuidad de tanto infortunio.
En estos flojos guarismos de las votaciones, hay dos corrientes marcadas que hacen, ellas sí, mayoría: una, la que sigue las consignas de los caciques, una población sin voluntad propia y medio embrutecida con el halago de lotes, becas y puestos; y la otra, la de los empleados públicos, donde el voto es peligroso para la llamada democracia no sólo por lo continuista sino por suponer y de hecho practicar maniobras soterradas que desfiguran la libre expresión.
En estas grandes perversiones públicas se agazapan el «clientelismo», institución abominable, y la “maquinaria», no menos nefasta por atentar contra la pureza del sufragio. La abstención aumenta mientras se sostengan estos vicios.
Si un voto se compra por dos o tres mil pesos, y hay una ingenua población que lo vende sin reparos, sin advertir que así también vende la patria, cabe preguntar de nuevo: ¿Es lícito hablar de democracia? Si las cosas se miran con sentido más realista, ¿acaso para gentes hambreadas, sin techo ni empleo, no es buena oportunidad conseguir unos pesos fáciles a la sombra de nuestra falsa democracia? La crisis de los partidos permite y cohonesta la corrupción de la vida pública y la disolución de los principios.
Seamos sinceros. El pueblo no cree en los partidos, menos en los políticos. Va a las elecciones con desgano, y prefiere no asistir a ellas porque vive escéptico y engañado. No lo convencen las promesas ni los halagos. Sólo sabe que el estómago, la mayor brújula del malestar social, no da espera. Si el 50 por ciento de la población vive en pobreza absoluta y se acuesta todas las noches con hambre, el reto del futuro es dramático. El hombre común no vota porque no encuentra el verdadero líder que lo rescate de tanta calamidad.
Montado el país sobre gobiernos de minorías, mal podemos aspirar al cambio que reclaman nuestros graves problemas. Se necesita un sistema fuerte, y éste no se consigue comprando votos y pervirtiendo la conciencia.
Flota ahora en el ambiente la sensación de un fraude electoral. Hay pesimismo en las masas. El ruido de la maquinaria se hace sentir por todo el país. Aunque también se escuchan planteamientos serios y se cree en ellos. Pero la gente está desconcertada con los trucos y los engaños de quienes son expertos en manipular las elecciones.
Colombia permanece maltrecha entre esta farsa de espejismos que truncan la esperanza de una patria que ojalá dejara de ser tan «democrática» para ser más civilizada. Todavía quedan, por fortuna, personas de bien que luchan con ahínco, aunque en desventaja, por el triunfo de la razón.
El Espectador, Bogotá, 20-V-1982.
La Patria, Manizales, 29-V-1982.