Peripecias del libro
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
Si el novel escritor supiera las vueltas que da un libro, tal vez se arrepentiría de continuar publicando. Alrededor del libro ocurren no pocos episodios que por decoro solemos mantener ocultos en ese mundillo de sobresaltos que se conoce como los partos le la inteligencia. Esos partos, al igual que en la mujer, causan espasmos, sofocos, desgarraduras, dolor y arrepentimiento. Júbilos también, pero después de hacer mucha fuerza.
A usted, joven garrapateador de cuartillas, engreído como todos los que por primera vez nos lanzamos al respetable público, quizá le convenga saber unas cuantas verdades sobre la aventura de «publicarse».
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Mi primer sinsabor estuvo relacionado con el título de la obra: Destinos cruzados. Duré doce años pensándolo, y al día siguiente de salir el libro se me presentó alguien con este argumento: «Es su primer error, joven. Con ese título fracasará. Destinos, a secas, hubiera sido un éxito de librería». Ya era tarde para borrar la otra palabra y tuve que cargar con la criatura tal y como la había concebido.
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El primer envío, muy retocado, fue para mi jefe del trabajo, el presidente del Banco. Me sentía grande. Era posible que lo deslumbrara. Presentía la rápida manifestación congratulatoria. ¡Y nada! Ni una exaltación, ni un halago, ni la más mínima palabra. Estuve a punto de renunciar al trabajo y a la literatura. Sólo 25 días después recibí la ansiada carta. Me decía el jefe que le habla llegado equivocado el libro y que había tenido que esperar el regreso del otro destinatario para destrabar los correos. «Esta vez se cruzaron los sobres», me puntualizaba. Me felicitaba, pero todavía me arden las orejas. Y casi le hallo la razón al censor del título.
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Apareció, al fin, el primer comentario de prensa. Parece que ningún escritor quería comprometerse. Era preciso que alguien hablara de la obra del momento, que me lanzara al gran público. Para eso ya llevaba repartidos 120 ejemplares. ¡Eureka! Me creí levantado a las cumbres de la fama con el primer párrafo de la nota de prensa. Pero acto seguido el comentarista revelaba el número de adverbios terminados en «mente» y de conjunciones «pues» que había subrayado en la lectura. Esas palabrejas eran para él pecados mortales y me regañó solemnemente. Era su manía. Menos mal que no me dejé despistar y continúo en el uso de mi propio vocabulario. ¿Dónde estaba, mientras tanto, la «revelación» de escritor que yo me había forjado?
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Vendí los primeros ejemplares a una industria de la región. Era diciembre, y la obra de actualidad llegaría a muchas manos como regalo navideño. Todos sabrían del surgimiento del nuevo genio de la literatura. También yo me sorprendí. Con los colorines de diciembre recibí, coquetón y travieso, mi propio libro con una tarjeta expresiva: «Pase usted una feliz Navidad con esta obra amena». Si la secretaria se equivocó en mi caso al enviarme mi propio libro, tomado de la lista de amigos de la empresa, yo me dejé creer del halago.
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Y como el prestigio debe volar al exterior, despaché la obra a la editorial que me había indicado un amigo. «A lo mejor te publican en España», me animó. A los pocos días me llegó una amable nota agradeciendo el envío y ofreciendo una lectura cuidadosa. Tres días después recibí devuelto el libro, sin ninguna explicación, y una semana más tarde una carta de disculpas con el ruego de que gastara nuevos portes de correo para remitirles otra vez la obra. Quedé viendo un chispero y juré no acudir nunca más a un desconocido.
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A mi amigo Otto lo acompañé un día a comprar libros, aquí en Armenia. Él buscaba novedades. De pronto alcancé a divisar en un estante mis Destinos cruzados, rodeados de obras famosas. Me sentí avergonzado al verme tan insignificante en medio de tantos escritores ilustres. Con rapidez y habilidad escondí el librejo donde Otto no iba a hallarlo. Y lo esperé en la caja. Allí llegó con los títulos escogidos y, encima de ellos, el de la prohibición. “¡Tu libro!”, me dijo con sonoridad, en medio de una carcajada que todavía no he logrado descifrar.
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Si usted supone que por novato no se tiene compradores, se equívoca. El viejo escritor de la zona cafetera me indicó el sistema: debía despachar por Velotax, a Bogotá, la remesa de libros que él había vendido, a nombre del comprador que me indicaba. En ocho días tendría el giro, me aseguró. Por supuesto, una gran venta para cualquiera y sobre todo para un principiante. Ese día volví a sentirme genio.
Pasaron los días y los días… Al fin me resolví a enviar un mensaje urgente al escritor manizaleño, el intermediario de la venta prodigiosa: “Apremiado espero giro”, le decía. Y él me contestó al instante: «Semana entrante ésa. Nunca creí banqueros apremiáranse”. Desde entonces, hace diez años, no veo a mi vendedor estrella.
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La estafa anterior, que siempre me ha parecido ingeniosa y digna de memoria, me ayudó en adelante a no ser tan ingenuo. Supe después que era la manera de dejar huella aquel escritor en los recién iniciados.
Tuve que regalar la mitad de la edición. Es la fórmula corriente. La otra mitad se pone en consignación en las librerías, o a crédito entre amigos, y nunca se recupera. Recuerdo que meses más tarde me acerqué a liquidar cuentas en una librería por los 10 libros que le he había entregado, y encontré 12. Tengo más historias, pero me volvería pesado con estas cojeras de la literatura.
Si a pesar de todo esto insiste en ser escritor, ¡allá usted!
El Espectador, Bogotá, 2-III-1982.