Tarjeta de crédito
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
Señor gerente: no resisto la tentación de contar a usted la experiencia que tuve en días pasados al pretender hacer una compra en su fábrica y tener que desistir de ella al no haber hallado ni la fórmula ni la persona indicadas para resolver un caso de simple comercio.
El terciopelo que había seleccionado por valor de $16 mil se me quedó en proyecto porque unidas dos tarjetas de Credibanco, la de mi señora y la mía, sólo nos permitían, según explicación de la empleada, un máximo de $10 mil. Las otras tarjetas, la Credencial y la Diners, tuvimos que guardarlas casi que con pena porque la empleada las rechazó de plano.
Le sugerí dos fórmulas: que me permitiera ampliar la tarjeta por los $6 mil restantes, explicándole que los cupos de ambas estaban libres hasta $60 mil, o que me aceptaran un cheque sobre Armenia, para lo cual exhibí una serie de documentos que hubieran convencido de mi honorabilidad a otra persona, menos a su empleada, señor gerente, que cumplía «órdenes estrictas» y que no podía excederse en un milímetro.
Pedí, entonces, que un empleado de más categoría me sacara del embrollo, pero no fue posible. Alguien me insinuó al oído que era preciso hablar con la jefe de ventas, título que me pareció apropiado para salvarme de las «órdenes estrictas». Pero esa señorita se escondió. Quería contarle a ella que, además de poseer las constancias de honorabilidad que no pude hacer valer, era columnista de El Espectador y otros periódicos, y que por otra parte nunca había ingresado a la cárcel por estafador.
Me tocó presenciar con tristeza, como si yo fuera el dueño de la fábrica, que otro señor que ofrecía soluciones parecidas a la de este honorable ciudadano que a usted acude, se retiraba del establecimiento porque de nada valían ni sus tarjetas de crédito ni sus súplicas. En Colombia, por desgracia, a todos nos ven cara de estafadores cuando empleados menudos están cumpliendo «órdenes estrictas».
Pasé al negocio siguiente y allí me encontré con la noticia de que no había tarjetas de crédito. Es decir, tendría que regresar a Armenia sin el terciopelo. Pero mi sorpresa fue grande cuando el empleado, un señor dinámico y según se ve sicólogo, me dijo que me aceptaba el cheque.
Casi no encuentro, de puro susto, la chequera. Ante tanta amplitud terminé comprando el doble de la mercancía proyectada. Volé, claro está, al teléfono, para rogarle al gerente del banco, gerente como usted, que me pasara en sobregiro unos pesos que había girado de más, muerto de la emoción. Y le aseguro, señor del alma mía, bajo mi palabra de banquero (también soy en alguna forma colega de usted), que el cheque no resultó chimbo.
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Regresé, de todas maneras, a su fábrica, una casa de prestigio que me resultaba pintoresca, quizá por la propia torpeza de sus empleadas, las cumplidoras de «órdenes estrictas». Esta vez no habría problema porque la compra, unos metros de peluche, cabían en cualquiera de nuestras humildes tarjetas de Credibanco. Pero la empleada resbaló otra vez. Dijo que si la tarjeta era expedida en Armenia, no valía, porque se necesitaba una de Bogotá.
Le expliqué, con mucha paciencia y hasta con humor, que estas tarjetas eran nacionales. Al fin se convenció, señor gerente, después de haber pasado la operación a la jefe de ventas, que seguía escondida.
No he resistido las ganas de contarle esta aventura, señor gerente. Creo que me lo va a agradecer. Y es que la imagen de un negocio, por más transacciones millonarias que realice, está en el mostrador. Le pongo algo de humor a estas trastadas para que usted, que debe ser gran empresario (alguien me contó que en ese momento jugaba golf), reciba la noticia con serenidad y no le dé por despedir a las menudas empleadas sin facultades para nada.
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Posdata: Algo ha sucedido con mi vale de Credibanco, porque no me ha sido cobrado. Ha pasado mucho tiempo… ¿Sería que la señorita vendedora lo confundió con un papel de envolver?
El Espectador, Bogotá, 31-I-1982.
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Misiva:
He leído con el mayor detenimiento el artículo publicado por el periódico El Espectador, el pasado 31 de enero y quiero agradecerle su colaboración y al mismo tiempo lamentar los inconvenientes que tuvo para la utilización de su tarjeta Credibanco. Para nosotros sería muy importante que nos diera el nombre del establecimiento donde tuvo problemas con el objeto de poder visitar dicho establecimiento y evitar contratiempos a otros usuarios… Vicente Dávila Suárez, presidente de Ascredibanco, Bogotá, 1-II-1982.