La vela y el bombillo
Por: Gustavo Páez Escobar
El país creía haber superado la época de la esperma. A comienzos del siglo y algo más hacia adelante era imprescindible la vela, porque la luz eléctrica apenas se vislumbraba como un adelanto sin mucha certeza. Los pueblos conseguían con dificultad su planta elemental, de escasa potencia y sin demasiadas pretensiones, que encendía con desgano y por turnos los pocos bombillos que comenzaban a desplazar el hasta entonces indispensable candelero.
Las familias más pudientes, una especie de burguesía castigadora, habían dado un paso hacia la civilización con la lámpara de gasolina, otro invento deslumbrador que hoy no se aprecia en sus justas proporciones porque en aquellas calendas existía aún mucha distancia de los increíbles progresos de los tiempos actuales.
Cambiar el estertor de una vela por la potente y hasta prepotente luminosidad de una Coleman era como traer el sol a la noche. Así se pregonaba aquella audacia. El aparato misterioso que irradiaba una luz estable y vigorosa, dominaría una época de asombro. Despedía rayos como lanzando chorros de vida.
Comenzó a retirarse de los hogares cuando el municipio colombiano se dio aires progresistas. No era fácil dotar a las comunidades de su propia planta eléctrica, con todas las arandelas y los requisitos que suponía un programa de esa índole, pero como el hombre, monstruo insaciable y aventurero, no se detiene en sus incursiones científicas y no se atemoriza ante lo incógnito, a la vuelta de los años ya conocíamos el bombillo como un dios precursor de reservadas revelaciones.
Y así fuimos entrando silenciosamente a la era de la electricidad, con cautela pero con certeza, tratando de dominar un derecho que parecía esquivo y que era preciso poseer para seguir invadiendo otras áreas. La bandera de la civilización, con la que se han ganado tantos privilegios y se han perdido tantos sosiegos, se mantendrá siempre desafiante en manos del hombre, para bien o para mal. Después se sabría de inmensas represas hidrográficas, generadoras de miles de kilovatios, y se armarían complejos engranajes a lo largo de nuestra absorta geografía. Había irrumpido el grito de la tecnología.
La triste vela, con la que tanto escritor se quemó las cejas tratando de escribir su mensaje para las futuras generaciones, quedaba convertida en pavesas. El país se iluminó y a lo largo de sus carreteras y caminos, en campo abierto como en la escondida vereda, ya no era posible sino la luz articulada del modernismo. Acaso nos acostumbramos mal. Botamos corriente hacia todos los confines y un día, cuando menos lo esperábamos, volvimos a quedar en tinieblas.
Nos explicaron que habíamos llegado a la crisis del petróleo, el mayor dictador de los tiempos presentes. Poco a poco comenzó el racionamiento, al principio como un juego y finalmente como una dictadura. Nadie entendió que eso fuera posible en pleno arrebato de la tecnología, y por más que el Gobierno hacía cuentas y cerraba las palancas del fluido, la gente hablaba de imprevisiones.
No se entendía cómo, de la noche a la mañana, había podido dilapidarse el tesoro conquistado después de medio siglo de avances.
Ya ni siquiera le queda fácil al país volver a la dulce placidez de la vela, porque el hombre no se resigna a los retrocesos. Se halla, en cambio, perplejo ante estos fenómenos de la humanidad desprogramada que primero da mucho y después lo recorta. Y en secreto lanza una maldición contra las autoridades por no permitirle disfrutar de mayor luminosidad en momentos que requieren verdaderos chorros de salvación.
El Espectador, Bogotá, 30-IV-1981.