Una antorcha que se extingue
Por: Gustavo Páez Escobar
Acababa de darle vuelta a la última página del libro Apuntes de un espectador, la perfecta biografía de don Gabriel Cano escrita por él mismo, cuando ocurre la muerte de su autor. Tengo, por tanto, frescos los capítulos de esta vida extraordinaria y subrayados no pocos episodios y frases célebres que a lo largo decuidadosa lectura fueron entresacados como filones de inspiración.
Y además me proponía viajar en la primera oportunidad a recibir, de su propia mano, este mismo libro que me había mandado ofrecer con su hijo Fidel Cano Isaza. La entrega no se realizó, por un viaje pospuesto muchas veces, y primero partió el viejo dadivoso. Me quedo con el pesar de no haber estrechado la mano del patriarca, pero en verdad es como si de él hubiera recibido el ejemplar que me tenia reservado.
Don Gabriel, castizo escritor y poeta clandestino, calidades que se empeñaba en contradecir dentro de su modestia proverbial, no necesita de libros para consagrarse como uno de los grandes biógrafos del país. En silencio, como la abeja artesana que le huye a la ostentación y que construye en secreto panales fecundos, este trabajador, también laborioso y escondido a la publicidad, fue escribiendo poco a poco la historia del país. Su propia vida, accidentada y batalladora, realizada en 89 años de sufridas y enaltecedoras experiencias, recoge el itinerario de la patria en buena parte de este siglo. Fue pionero de la democracia y estuvo presente, casi siempre padeciéndolos, en los grandes sucesos nacionales.
No fue autor de libros, si por tal se entiende el que se escribe de corrido, pero escribió, paso a paso, los episodios más turbulentos de la nación y se convirtió en uno de los críticos más agudos y de los defensores más decididos de la libertad. Escribió su propia vida, tarea que él hubiera rechazado por considerarla «una de las formas más difíciles y quebradizas del estilo literario», y nos deja en Apuntes de un espectador el testimonio del periodista penetrante, del observador inquieto y del filósofo de lo cotidiano ante quien no se escapaba el alma de los acontecimientos.
Cuando se quiera recorrer el país de los últimos tiempos, sobre todo los más azarosos de la dictadura y de los odios políticos, están los editoriales de don Gabriel Cano, sus bosquejos y ensayos sobre el mundo circundante, piezas magistrales de su pluma galana y experta.
Un día de ingrata recordación se pretendió silenciar el imperio de la palabra quemando las instalaciones de uno de los periódicos más aguerridos y más influyentes del país, después de mantenerlo censurado y disminuido en su economía. Atropello inocuo, por más destructor que era el propósito, si es fácil destruir las estructuras materiales, pero no las ideas.
Detrás de aquellas barricadas de la inteligencia se apostaba un hombre de temple y un periodista invencible, sin miedo al peligro. Era el francotirador de las ideas que, entre más dardos recibía, más contestaba. Y no era un hombre solo, sino una casta de valientes.
El Espectador, más que un periódico, es una antorcha, una atalaya de la libertad y el decoro. Su causa se confunde con la dignidad del país. Es la voz autorizada, y sobre todo independiente y resuelta, en la que se escucha el clamor del pueblo que se opone a los oprobios y busca una patria mejor. Se retira ahora, cumplida a plenitud su etapa vital, el capitán de las horas difíciles, el de la fiera resistencia y la moral inquebrantable, y entrega sus arreos a otra generación que ya sabe de luchas y que continuará defendiendo su ideal.
Con don Gabriel Cano desaparece no sólo el inmenso periodista sino el profundo pensador, el patriota a carta cabal, el insuperable miembro de familia. Su vida ejemplar es lección de pulcritud para estos tiempos tan necesitados de guías morales.
El Espectador, Bogotá, 4-III-1981.