Carasucia
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
¡Bogotá inmortal, donde un limpiaparabrisas es sinónimo de vida! También de picardía, de humor, de robo, de miseria, de cárcel, de muerte… porque la vida es eso y muchísimo más. Donde pelafustán suena a personaje alambicado y en cambio gamín es más propio, más nacionalista, más de nuestra familia, sin importar que ante la faz del mundo el vocablo aparezca subdesarrollado, con tal de conservar nuestra autenticidad.
Pelafustanes los hay en las grandes urbes de la tierra, tan aviesos y astutos como los bogotanos, pero nunca tan gamines como los nuestros. Y pobreza y hambre y turbulencia existen por doquier; pero aquí tenemos nuestra propia, nuestra auténtica miseria, sin imitar a nadie. Y si poseemos tristezas, también gozamos de glorias que no permitimos importar.
El limpiaparabrisas es herramienta de sudor y angustia. Instrumento de vida que deambula escondido entre las mangas de una camisa mugrienta, en persecución de cómplices fáciles que enseñan a delinquir, de buscadores de cosas baratas y a veces de ingenuos mecenas que ayudan a subsistir. Y como en toda actividad mercantil, el mercado se mueve por la ley de la oferta y la demanda.
Jacinto, un carasucia más, otro don nadie en la enorme ciudad de los sustos y las carreras, ha aprendido que el trabajo rinde más según sea el grado de destreza. Como la vida es agitada, no le queda tiempo para bañarse. ¿Para qué el jabón, pensará, si el estómago acosa? Por allá en el perdido suburbio de las alcantarillas abiertas y las hambres atrasadas no existen medios de subsistencia. Por eso ha instalado su puesto de trabajo en el centro de la ciudad.
Se acuerda, en las noches interminables de los vientos gélidos y el miedo acechante, de su padre que se le refundió hace muchos años entre los vericuetos del vicio, y espera encontrarlo algún día en la marea que se desliza por su mundo cotidiano del raponazo y el sobresalto, para llevarlo a empujones hasta el rincón donde su madre vende todas las noches placeres marchitos que no alcanzan a remediar la desnutrición que circunda su covacha.
Pero ahí está él, Jacinto, el hombre de la casa, el de los ojos rápidos y el pulso firme, que sabe trabajar. Su artículo se cotiza bajo, pero tiene clientes seguros. Se ríe de la humanidad, porque también sabe reír. Tiene dedos de gamuza y andar de gacela. Y clientes distinguidos.
Como mi amiga Gracielita, tan fina y humanitaria, que estaciona de seguido su flamante automóvil frente a la iglesia de su devoción y se olvida de guardar los pequeños artefactos que para nada sirven en los días límpidos. Para Jacinto, en cambio, todos los días son brumosos. Y las noches, turbias. Piensa él que Gracielita debe vivir en un palacio aterciopelado, si son tan lujosos sus trajes y tan deslumbrantes sus joyas. «Si con tanta frecuencia estrena limpiaparabrisas, es muy rica». Y si no los guarda, allí está él para desmontarlos con sus dedos veloces y luego escabullirse como el viento.
Hoy llueve y no hay visibilidad. Mi amiga se rasca la cabeza como si con ese gesto pudiera remediar el nuevo olvido. Su marido refunfuña. Los goterones se deslizan por el vidrio e impiden todo intento de avanzar. Ella, tan amiga de los santos, es posible que rece aprisa alguna oración. Mas el milagro no llega. Y la lluvia arrecia. Se impacienta, y el marido se enoja.
Al fin se produce lo inesperado. Ha llegado Jacinto, volando, con su carrera de gacela. Maestro de la velocidad, en segundos quedan colocados los aparatos, como caídos del cielo. Los santos han escuchado el rezo, no hay duda. El marido, en el lenguaje mudo de las transacciones innecesarias, se echa la mano al bolsillo y extiende un billete al gamín. Este lo mira y no se impresiona. Y se retira inesperadamente, dejando la mano tendida.
Jacinto tiene su ética, sobre todo con Gracielita que es tan caritativa con sus descuidos. A los buenos clientes hay que ayudarlos cuando están en apuros, piensa. Pero ella, que aparte de olvidadiza es muy escrupulosa, que comulga todos los días y no se echará un pecado encima, se pone frenética. Y en lugar de regañar al gamín, sermonea al marido por celebrar negocios sucios. Una mujer enfurecida es algo temible, sobre todo si es la esposa. El marido no tiene otra solución que devolver la «mercancía».
Jacinto se aleja despacio y cabizbajo, y también apenado, porque los carasucias, aunque no se les note, pasan de vez en cuando sus chascos sentimentales. La tormenta lo empapa por completo y él parece burlarse de la lluvia que ha sido capaz de bañarlo y que por un momento le ha dejado la cara limpia.
Revista Manizales, julio de 1979.