La muerte de una golondrina
Por Gustavo Páez Escobar
A mi despacho bancario acuden con frecuencia las golondrinas. Hay algo que las atrae. Les gusta revolotear alrededor de los ventanales y posarse sobre los voladizos. Algunas veces penetran a la oficina y, al sentirse prisioneras entre cuatro paredes, buscan con torpeza la salida y terminan golpeándose contra los vidrios. En más de una ocasión he recogido del piso al frágil animal, que me mira angustiado, y lo he lanzado al aire para que continúe disfrutando de la libertad que no puedo ofrecerle en mi recinto.
La golondrina es ave tímida y escurridiza para la que no se hicieron los espacios cerrados. Por eso, le gusta el cielo abierto. Va por los mares picando las olas, y se eleva cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como el de una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas nutridas sobre el agua.
Una vez tomé en mi mano a la veloz golondrina, que había quedado rígida sobre la alfombra de mi despacho. Pero respiraba. Así, doblada, quise indagar en su mínima anatomía el misterio de su existencia huidiza. Era apenas un remedo de esa sutil raya alada que todos los días veía circuir mis predios de las cifras y los millones ajenos.
Abajo, en la calle, el mundo febril se movía afanoso y apático. Era el torrente de la vida turbulenta que ignora la indefensión de una pobre golondrina retenida en un cuarto con olor a negocios. Y pensé que todos los millones que me rodeaban no serían capaces de restituir la vida que se escapaba entre mis manos deseosas de milagro.
Tomé con dedos inciertos el cuello abatido y pretendí aplicar conocimientos ignorados. La golondrina pareció entender mi afán y entreabrió un ojo confuso. Se encontró, de seguro, con la misma negación de la vida, ya que para este armonioso suspiro del viento la presencia del hombre resulta perturbadora.
El desvanecido visitante se movió con languidez. Le insuflé calor y observé que se reactivaba. Pasó en un instante de la muerte a la vida. Lo vi levantarse aturdido, y siempre miedoso, buscó la manera de huir de su salvador.
Lo saqué al espacio exterior, y permanecí extasiado frente a la visión de dos alas raudas y el leve plumaje que ascendían por los aires persiguiendo la vida. Los billetes de banco, mientras tanto, seguían en sus bóvedas prisioneros de la avaricia. Si ellos pudieran sentir, envidiarían el vuelo de las golondrinas.
Otro día la golondrina penetró al laberinto a donde no ha debido llegar. Quiero pensar que la mensajera de los vientos se acostumbró al sitio donde había hallado una mano amiga. Es posible que desde lejos vigilara al circunspecto manejador de cifras, y hasta le coqueteara desde sus dominios etéreos.
Quizás le descubrió el alma que no se le encuentra al gerente de banco. El diminuto personaje, que se acercó con curioso instinto, estuvo dando vueltas ante mi ventana y representando, con sus armónicos movimientos, un gesto agradecido.
De pronto se lanzó por el pequeño orificio abierto en el alero de la edificación. Era una tentación, y por allí se introdujo. Estaba como fabricado para su cuerpo. Ignoraba que era el respiradero del cemento y que en sus senderos no encontraría sino sombras y frialdades.
Muchas veces, tratando de orientarse, se golpeó contra aquellas cavernas, antes de volver a encontrar un rayo de luz. Cuando de nuevo la vi aparecer, ya estaba muerta. Apenas se notaba la cabeza que emergía del cautiverio.
Sus compañeras estuvieron el resto de la mañana buscando la manera de rescatar el cadáver. Las alas le habían quedado enredadas en las rugosidades del cemento, y ella, mi frágil golondrina, terminó fracturándose todo el organismo.
Poco a poco las otras golondrinas jalaban a picotazos el cuerpo que se resistía a salir del todo. Fue una mañana de implacable solidaridad de estos seres minúsculos que no podían hacer nada contra la dureza del cemento, pero que se negaban a abandonar la labor del rescate.
Qué distinta, pensé, la sociedad humana. Por aquella misma calle que tenía frente a mis ojos rodaba un mundo hostil, ajeno, insolidario. En la esquina un limosnero exponía sus llagas y todos las ignoraban. En los rostros había prevención, y en el alma, mezquindad. Mientras tanto, prensado en la ranura traicionera se encontraba el cuerpo destrozado de la errátil golondrina que les enseñaba a los hombres, como un mensaje lanzado al viento, esta lección de amor.
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La Patria, Manizales, 9-XII-1980.
El Espectador, Bogotá, 10-XII-1980.
Revista Líderes, Cámara Junior del Quindío, junio de 1981.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, junio de 1989.
Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), volumen III 1991.
Revista Aristos Internacional, n.° 30, Alicante (España), abril de 2020.
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Comentarios
Entre tantas noticias desconsoladoras que vemos a diario en la prensa, como crímenes, terremotos y muchas más, cuán grato es hallar en ella de vez en vez artículos que solazan el espíritu como La muerte de una golondrina, donde sin duda los entendidos encontrarán una breve joya literaria, en la que hay inspiración, belleza, exquisitez y ternura. Ojalá continúe el distinguido escritor deleitándonos con su esmerada prosa. Alberto Guarnizo, Ibagué, diciembre/1980.
Una hermosa oda a la fragilidad de la vida escrita por un gerente que, a pesar de ello, desnuda su inmensa dimensión humana gracias al don de la poesía. Óscar Jiménez Leal, Bogotá, abril/2020.
Que belleza de artículo. Lo leí hace un tiempo y hoy le encuentro más sentido al conocer que el encierro es falta de libertad, así sea en un palacio. La golondrina, especie libre por su naturaleza, debió sufrir mucho al quedar atrapada, pero encontró la mano amiga del hombre bueno que la refugió y seguro sintió su amor: por eso volvió con su saludo de agradecimiento. Liliana Páez Silva, Bogotá, abril/2020.
Es una página conmovedora, poética y humana, ante lo hostil del mundo y la gratitud hacia un humano salvavidas. Ella (pensemos que era una hembra) lo entendió y regresó agradecida, para encontrar la muerte. La solidaridad de sus hermanas golondrinas, la impotencia del rescate y el abandono de la muerte arrugan el alma del lector. Inés Blanco, Bogotá, abril/2020.