Cierres por especulación
Por: Gustavo Páez Escobar
La ciudad necesita un efectivo control de precios. Los artículos de primera necesidad suben todos los días, activados por la presión permanente del rumor o la errónea interpretación de los hechos nacionales. Bailamos en la cuerda floja y nos acostumbramos a la inestabilidad económica. En la ciudad, que sepamos, no hay listas oficiales de precios. Si las hay, son teóricas, porque no se cumplen.
Un artículo cambia de precio conforme se recorren almacenes. Hay diferencias sensibles de una puerta a otra. Las amas de casa, enfrentadas a estas cambiantes realidades, regresan cariacontecidas a los hogares, cada vez con menos mercado a pesar de haber salido con más pesos, y maldiciendo, con razón, del Ministro de Hacienda, del Alcalde y del inspector de precios. La plata no puede alcanzar, ni por muy rendidor que sea el marido, cuando cada cual, de punto en punto, le pone nuevas dimensiones a la canasta familiar.
Al soltarse las tarifas de la gasolina y sus derivados, todos se sintieron con facultades para encarecer sus productos.
Por aproximación y arbitrariamente se impusieron nuevos precios, hasta que a alguien se le ocurra comentar que escuchó en la radio o leyó en el periódico que está próximo otro conflicto en el Medio Oriente. Hablar hoy del Medio Oriente es hurgar en las calderas de la especulación, porque ese hecho se asocia de inmediato con un nuevo remezón económico.
Los especuladores, sueltos como Pedro por su casa, hacen de las suyas al amparo de la impunidad. No hemos visto todavía el primer negocio cerrado por especulación. Las multas no surten el condigno efecto moralizador porque se vuelven letra muerta en las páginas de los periódicos o en las noticias radiales. El negocio sellado es un vergüenza pública.
Los inspectores de precios suelen llegar de visita más o menos social a los negocios y después de comprobar la contravención de las disposiciones sobre la materia, anuncian una drástica medida y se retiran convencidos de que, a pesar de ella, nada corregirán.
Mientras la sanción no duela, su efecto será inocuo. Hoy se paga multa por esta alza, y mañana habrá desquite con aquella mercancía. El afectado, cubierta la sanción, cuando no le da por discutirla, volverá a la carga con mayores bríos.
Las multas terminan trasladadas al bolsillo del consumidor. Esto quiere decir que las multas a los infractores contribuyen a encarecer la vida.
Si la ley fuera en realidad enérgica, el especulador debería ir a la cárcel. Dicen que la especulación será algún día delito. En el momento es una burla. Hoy los comerciantes inescrupulosos son los mayores dictadores y se ufanan de ser hábiles para no dejarse ganar por las amenazas oficiales.
Ojalá las autoridades tomen nota de que la ciudadanía está viviendo una de las olas alcistas más críticas de los últimos años. Cambiar las multas indulgentes, que a nadie atemorizan, por el cierre del negocio, que todos temen, sería la manera efectiva de ejercer autoridad.
La Patria, Manizales, 4-XI-1980.