Carta a un bombillo
Por: Gustavo Páez Escobar
No sólo titilas sino que también languideces. Hoy, después de las fatigas del día, quise encontrar luz en el sosiego del alma. El alma también es para mí el cuarto de estudio, desde donde te escribo. Tomé el libro de turno y al momento tuve que abandonarlo por falta de claridad. No del autor, sino de tus cataratas. No logré avanzar más de dos renglones porque me negabas el don de la vista. Pero no eran mis ojos, te lo juro, sino tu propia miopía. ¡Ya ni ves ni dejar ver! Y eso que te mantengo cuidado como a la niña de mis ojos.
No soy de los que se descuidan cuando llamas a mi puerta. Nunca te he negado una sola factura, aunque pueda no estar de acuerdo con la endiablada computación municipal. En los últimos tiempos vienes creciendo en demasía, casi como un monstruo que desvertebra el presupuesto familiar. Y siempre nos explican que eres costoso porque el mundo llegó al dilema de racionalizar la luz si queremos vivir. Estamos en la guerra del petróleo, o sea, que tú y yo vamos a tener que seguir sufriendo mucho….
Nadie sabe cómo se traduce a cifras cada uno de tus latidos, y es mejor no meterse con esos misteriosos medidores que se mueven en la sombra de su estuche metálico, como si estuvieran dormidos, y después liquidan cuentas fantásticas. La cuenta es fantástica, es decir, como si fuera de de ficción y mentira, cuando se agranda sin que nos estés prestando el servicio que cobras.
¿Y sabes una cosa? En mi barrio, que es el de la Nueva Cecilia, ya no vales ni un bledo. Perdona que sea duro contigo, pero es que allí no alumbras como en otros bellos tiempos, cuando pagábamos menos y veíamos más. Los focos están ciegos. Su estado podría corresponder al nombre del barrio, si Santa Cecilia es la patrona de los ciegos, según me parece captarlo en medio de mi oscuridad. Si no lo es, yo la nombro. La nombro para que podamos ver entre las tinieblas.
Te cuento otra cosa, pobre bombillo mío. En este momento estoy escribiendo sin tu ayuda. Hace diez minutos volvió a suspenderse, de un tirón, toda la electricidad en la ciudad. Como estaba prevenido, te remplacé con pilas. Es una humillación para ti y para mí. Cuando te castigan, yo también me siento regañado. Si Einstein lo supiera, descargaría su santa ira contra tus tiranos.
Desde hace muchos años viene luchando la ciudad por mantenerte nutrido. Pero no lo consigue. Cuando no son las redes deterioradas que no te dejan pasar energías, es el transformador que explota por anciano y decrépito. Por ahí, según me cuentan, instalaron nuevos transformadores de alta tensión. Costaron un dineral y todos los estamos pagando religiosamente. Sin embargo, continúas temblando como un pobrecillo desharrapado.
En este momento te quedaste otra vez ciego. Yo alcancé a sacar una chispa, una chispa de mal humor, se entiende, pero luego me serené. Con tus continuas idas, me he vuelto filósofo. Pensé, al instante, que si me falta la luz artificial, me queda la luz del cerebro. Con ella te estoy escribiendo esta misiva.
En fin, me despido porque me arden los ojos. Si te encuentras con el señor Alcalde y el señor gerente de las Empresas Públicas, me los saludas y les dices que mucho los pienso. Hubiera podido escribirles directamente, pero se me fue la luz.
La Patria, Manizales, 3-X-1980.