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A mitad de camino

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Algún espíritu travieso debió de meter­se en la cuna de José Jaramillo Mejía para crearle esa sutil perspicacia con que trama la vida. Su porte personal, desenvuelto y ágil, se traslada, en la li­teratura, a una prosa que fluye sin dificultades, espontánea, a veces juguetona, otras maliciosa, y siempre amena y coloquial. Quizá su mejor virtud, des­cubierta con solo recorrer pocas páginas del acopio de escritos periodís­ticos que conforman su reciente libro A mitad de camino es el de la auten­ticidad, esa desenvoltura para recrear­se en hechos y paisajes, pintar costumbres y definir temperamentos, que lo hace accesible al lector.

Nada tan aislante como el estilo afectado, que se destapa al primer golpe, y que por ser artificioso castiga la fluidez, la primera norma que debe cuidar el escritor. La literatura es, en síntesis, coloquio, y jamás debe ser tortura. Las prosas de Jarami­llo Mejía, elaboradas sin apremios ni rebuscamientos, brotan al natural, pero además llevan ritmo y humor. No a todos los escritores, y de una vez hay que afirmar que Jaramillo Mejía lo es, aunque él pretenda mostrarse como aficionado, se les cuela ese duende que prende la chispa de la inspiración y marca el estilo.

El escritor no puede improvisarse, como no es posible conseguir licencias de poeta. Tampoco el periodista es mejor por poseer tarjeta, y muchas veces se desvía por culpa de ella. Ya se ve que Jaramillo Mejía, para quien no alcanzó el reparto oficial, no necesita de tarjeta para escribir excelentes crónicas. Esas crónicas, hilvanadas en los parént­esis que le permite su oficio de empre­sario, demuestran que el periodismo va por dentro y se defiende solo, cuando hay casta para esa profesión.

Comenzó practicándolo en el Instituto Universitario de Caldas co­mo editor de Liberación, periódi­co que se daba el lujo de aparecer cada semana, hasta su inevitable extinción por apuros económicos; lo continuó con la revista Gentes y Letras en Armenia, en la que escribía hasta las cartas de los lectores, según lo confiesa, y no queda difícil deducir que también las contestaba; después llegó a El País y Occidente, y finalmen­te a La Patria, de cuya escuela es dis­cípulo aprovechado.

Cuando se posee vocación para las letras, el resto es fácil. No habrá obs­táculo que no logre vencer el batalla­dor de la cultura. Jaramillo Mejía, espíritu inquieto, siente que en las ve­nas lleva suelto su diablillo juguetón, ese que le permite soltarse de corrido en agradables prosas y llegar a la gente con gracia y desparpajo, ganándose simpatías.

Su compañía laboral, La Nacional de Seguros, que entiende la importancia de un ejecutivo que sabe ser al propio tiempo literato, condición nada común, premia el esfuerzo al lanzar a conside­ración del país las realizaciones de quien «a mitad de camino» reta la im­productividad de otros. El vicepresi­dente de la entidad, doctor Ignacio Piñeros Pérez, exalta con palabras elocuentes el sentido de vivir con idea­les, única manera de superar la rutina y la mediocridad de las mentes prosai­cas.

El idealismo, que es creador, permite romper barreras para elevar el espíritu. Por hombre idealista debe en­tenderse el que dignifica la vida, el que despeja con su lucha los abrojos del camino, el que se esfuerza para que los demás encuentren horizontes. En el caso de José Jaramillo Mejía, gran ejecutivo y gran humanista, ahí está su ejemplo en el recodo de su existencia prometedora, hablando el lenguaje de los hechos positivos.

La Patria, Manizales, 14-VI-1980.

 

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