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Augusto León, poeta

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Quién en su juventud no ha pecado en poesía? ¡Estado delicioso este de poder prender el acróstico en el corazón de la amada! La vida nos hace románticos a los quince, a los dieciocho años, la edad del pestañeo seductor, del flirteo audaz, de la eterna primavera. Quien después de los veinte años sigue escribiendo versos, es poeta. Ya no retrocederá. La vena puede mantenerse oculta, adormecida o en remojo, pero no se interrumpirá.

Augusto León Restrepo Ramírez, el ilustre exdirector La Patria, glosador de la vida cotidiana, buen prosista y además político, publica a sus 39 años sus primeros versos. Siempre ha sido poeta. Era la suya una actitud discreta, quizá temerosa, que lo mantenía como vate clandestino que apenas osaba libar entre amigos la copa romántica que se escapaba de la mano, hecha canción y quimera.

Se descubre ahora ante la opinión pública, rompiendo sus timideces –primera condición del novel artista–, con un breve y delicado acopio que confirma su sensibilidad poética.

Las letras de Caldas cuentan con un nuevo bardo que en su primera salida muestra calidad para lanzarse en conquista de futuros laureles. La vida del poeta no es, no puede ser fácil. Si en la poesía se compendia toda la literatura,  se trata del arte más exigente. Ya dijo Valencia que es preciso sacrificar un mundo para pulir un verso.

Y Augusto León, con su estro inflamado, repasa la existencia del hombre en los quince poemas que acaban de aparecer en la serie de Escritores Caldenses. Su palabra es de hondo sentimiento. Es su palabra emo­cionada, con ese ardor de los primeros versos, cuando ya se ha pasado por los arrebatos de la juventud y co­mienza a probarse el néctar de los dioses.

Siente la vida como una esperanza y sabe que vivir inútilmente es negar la claridad que se hallará en el paso siguiente. Si le ha tocado conocer la desesperanza de este siglo veinte, hecho de odio, de soledad y angustia, preten­de redimir al hombre de la guerra del napalm y del conflicto del alma, para dispensarle un bálsamo y enseñar­le la luz.

Augusto León, el poeta que mira por encima de la guerra, pero que va marcado por esta época brutal, se detiene ante el compañero caído para tomar aliento, pa­ra dar el paso siguiente, el que descubrirá la claridad. La esperanza es cierta, lo afirma con convicción. Su grito sale de la propia soledad del ser. Y si define el tiempo como un invierno eterno, con más sombras que lu­ces, es porque su canto busca la vida.

Se me ocurre que Augusto León es el poeta de la esperanza. Y no sólo en el sentido de ser una revelación, una página que se abre como una promesa, sino porque sus poemas son afirmativos. Las palabras que no tienen coraza –título de la obra– le muestra al hombre su angustia, su postración, sus derrotas, pero sólo para hacerle conquistar la alegría.

La Patria, Manizales, 5-X-1980.

 

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