Inicio > Temas literarios > La máquina del escritor

La máquina del escritor

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

No era una máquina cualquiera. Había estado en mil batallas. Conoció los yermos caminos y las serenas planicies. Trotó, como jamelgo curtido, por densas geografías y no se fatigó trepando montañas, ni se despeñó desafiando precipicios. Se encabritaba a veces, como queriendo sublevarse, cuando sentía la rienda dura, pero luego bajaba la testa, sumisa y reflexiva. Su amo, cual otro quijote andariego, le templaba el nervio para que mejor respondiera.

La amaestró en los pasos castellanos. La puso a correr aventuras por anchos senderos y le enseñó a ser arisca para el peligro, y también briosa en campo abierto. Y de tanto andar y meter el hocico en todas partes, terminó cargando en la grupa, como jinete de rutina, a Azorín. Se tropezó con otros personajes que había visto lejanos y que terminaron siendo familiares: Unamuno, Baroja, Juan Ramón, Cervantes…

Era, más que una máquina, un heraldo. Supo de amores y de odios. De vientos frescos y melancólicos atardeceres. Cuando le daba por declarar la guerra, su dentadura letrada vomitaba fuego como lanzando bombas demoledoras. Y cuando amaba, toda su armazón se esponjaba y emitía ondulados sonidos que en­cendían las medias luces de los cuadros románticos. La piel se le erizaba con el sentimiento. Parecía entonces que no hubiera sufrido los enconos del combate.

Hecha para la tempestad y el reposo, su contextura se dilataba o se comprimía de acuerdo con la hora. A alguien se le ocurrió verle ojos azules, los ojos de la emoción, pero quizá la estaba metiendo demasiado en el pe­llejo de su dueño. Aunque es posible que los tuviera. Tal era el tempera­mento de esta noble herramienta de trabajo que desapareció, en la noche oscura, sin dejar rastro, y no por infidelidad, sino por ajena bribonada.

No era una máquina cualquiera. Era el brazo derecho de Humberto Jaramillo Ángel, el escritor y el poeta. Para qué decir que era también su diosa protectora. La consentía como a la niña de sus ojos. El escritor se amaña más con la máquina vieja. La pobre, huérfana y desarropada, se acordaría en su desamparo de las horas intensas y las cálidas tertulias. Debió sentir nostalgia de las cabalga­tas por la vieja España. No vería más a Platero ni se tropezaría con Sancho. Y antes que claudicar, se derritió el pecho con el plomo que ya no produci­ría más cultura.

La máquina del escritor ha muerto. Murió en manos sacrílegas. La máquina del escritor –de Humberto o de cualquier artista– va pegada a su propio estilo. Se anida en su alma, y con esto se dice todo. Cuado se cambia de máquina es como si se cambiara de piel. No importa que sea vieja y achacosa, si es la compañera más próxima, más fiel de las duras vigilias. Es quizá la única confidente que nunca traiciona. Soporta malos tratos y los sufre en silencio. El malandrín ignora que robarle la máquina al escritor es como perforarle el alma.

Cuando Humberto pulse otras teclas, algo se le rebelará en su interior. Me contó la noticia con pena. Seguirá escribiendo, sin duda. Y sabrá que algo ha muerto en él.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1980.

 

Comentarios cerrados.