De la vida ruda
Por: Gustavo Páez Escobar
El mal genio de los colombianos es una enfermedad contagiosa. Las buenas maneras, cada vez más desalojadas por la incultura y la chabacanería, se están quedando sin adeptos. Hoy la juventud se levanta sin mayores reglas de urbanidad y apenas tiene tiempo de medio aprender a saludar en la casa, antes de lanzarse a las calles revueltas por el sofoco y el atropello.
Hay algo en los nuevos tiempos que impele a los muchachos a ser más de la calle que del hogar. La educación no se recibe al lado de los padres, porque la unión padres-hijos es cada día menos estrecha. Por eso las familias se van dispersando y terminan divorciadas. La autoridad paterna es un símbolo en decadencia, apenas mencionado en los textos, y que en la práctica no existe.
El muchacho es escurridizo comenzando los primeros años y ya desde entonces, insubordinado frente a cualquier tutela y sobre todo consciente de que el mundo es un «arrebato», se convierte en azotacalles díscolo, capaz de los peores desafueros. Si no obedece ni respeta a sus progenitores, menos lo hará con el mundo circundante. Con ese virus inyectado en la sangre, llegará más tarde a la empresa, donde embestirá, como toro rabioso, contra todo cuanto signifique autoridad y disciplina.
La vida, así, tiene que vivirse a medias. El sentido de las distancias, del respeto a las jerarquías, de la consideración a la dama y al anciano, está deteriorado. Se camina de afán, con el pecho erguido y las barbas desafiantes, y no hay lugar para las deferencias. La mirada se volvió torva y el ánimo, prevenido, susceptibles al menor roce o al mínimo tropiezo. Como añadidura, se lleva el cerebro hueco y la personalidad, por lógica, atrofiada. Se explota por increíbles tonterías, se discuten los asuntos menos discutibles, la mofa camina a flor de labios y el puño se acostumbró a mantenerse cerrado.
Dentro de un caos como el descrito, cualquiera naufraga si no tiene defensas. La vida, estrujada y violentada por el relajamiento de las costumbres, se torna áspera y sin sentido. Hoy la humanidad va de prisa y con los nervios crispados, sin tiempo para la serenidad. Todo se encuentra tortuoso y bárbaro cuando el hijo de familia, apenas un mocosuelo, se rebela contra los padres y luego las emprende contra la sociedad que no sabe cómo defenderse de las fieras humanas.
Con estos ingredientes sulfúricos se levantan las nuevas generaciones. De tal revoltura salen, por fuerza, los pequeños monstruos que se insubordinan contra todas las reglas, cometen los peores salvajismos y, resentidos contra Dios y los hombres, terminan en parásitos o en delincuentes inevitables. Personas así deformadas, víctimas del hogar que nunca tuvieron, son los enemigos públicos de quienes todos queremos librarnos.
¿Y la moral, y las buenas maneras, y los códigos de Carreño? Si no se aprenden en la casa, menos en el colegio o en la empresa. La gente ya no saluda, el caballero no cede el puesto a la dama, no hay miramiento por el niño ni piedad por el anciano. El despotismo, el mal humor, la grosería tratan de suplantar la decencia. Estamos bajo el imperio de la neurosis, de la locura colectiva.
Hay que hacer un corte para clamar por la vida sensata. No es posible que desaparezcan los valores porque al mundo se le ocurrió jugar a la demencia. Los «buenos días» que ya pocos se acuerdan de expresar, deben volver a florar de los labios y del corazón si queremos –¡y claro que lo queremos!– un mundo más grato y menos cruel.
Quizá la causa principal de la acidez y el encono del medio ambiente, con su secuela de desajustes y rusticidades, obedezca a que nos hemos olvidado de la urbanidad.
Si somos capaces de aprender la decencia, también conquistaremos los valores morales. Rueda por ahí una frase que viene de perillas: «La risa es contagiosa». Suavicemos la parte dura del diario vivir con una risa, y mejor, con una sonrisa, y todo cambiará.
El Espectador, Bogotá, 9-V-1979.
Mensajero, Banco Popular, junio de 1979.