Belleza por centímetros
Por: Gustavo Páez Escobar
Van y vienen las reinas por los caminos del glamour. Niñas esbeltas, apenas en su embrión mujeril, se miden por belleza en Cartagena, la quemante sirena del Caribe que incita la sensualidad. Hermosas representantes de todos los sitios del país exhiben encantos y señuelos que hubieran trastornado a los dioses de Atenas, y que a nosotros, más humanos, nos cortan la respiración. Son moldes femeninos elaborados para la dulce contienda de las formas y los centímetros, los perfiles y el sex-appeal.
Las encantadoras candidatas que imbuidas de sueños principescos brindarían un imperio por una corona, danzan en las calles cartageneras y en cuanto recinto descubren vacío, a merced de un público que no acepta la moderación y que, por el contrario, ha de premiar a las que más calorías inyectan en el delirio popular. En un encuentro de fragancias y envolturas juveniles de tales contornos, no aconsejable para viejos verdes ni beatas asustadizas, el trópico se exalta y se estremece.
Detrás de las contorsiones y el grito del carnaval, es la mujer –elemento de adoración y una deidad cuando así se le trata– la que excita y le da sabor a la fiesta.
La pantalla del televisor vibra con las redondeces –en su buen entendimiento– de estas soberanas que mantienen cautivo al país, y no sin justificación, cuando la aridez es tanta. Buscan las candidatas una corona esquiva en reñida competencia de espontáneos atributos y sofisticados aderezos, mostrando unas su señorío al natural, y otras, ademanes y posturas menos convincentes. No todas recapacitan en que los solos atractivos corporales, aunque imprescindibles, no son suficientes para ganarse la admiración total.
Las preciosas niñas, antes de ser candidatas en sus territorios, se sabían de memoria los códigos que juzgan la hermosura por centímetros, y a fuerza de gimnasias y dietas torturantes ajustaron sus peligrosas anatomías al rigor del metro para no exponerse a la descalificación.
Si se repasan las medidas generales se verá que son parecidas. Cada una, por consiguiente, llegó siendo reina nacional de la belleza. Todas se consideran reinas. Y son reinas, para qué dudarlo. Centímetro más o centímetro menos, poco importa. Acaso la carne faltante en el pecho saque la cara en la zona de retaguardia. O la invisible protuberancia en la cadera se compense con el ligero hundimiento en la pantorrilla. Prescrita así la belleza, todo sería fácil. Cualquiera sería reina, y no solo cada una de estas delicadas muñecas de cristal y alabastro, de carne y emoción, de roca y cuarzo, de éter y viento.
La mujer, a lo largo de los siglos, ha sido motivo de curiosidad. Cuando es exaltada como diosa, el hombre, capaz de sublimarla, no le permite que dure mucho tiempo en el nicho. Y cuando es explotada como hembra física, dispensadora de placeres y erotismos, cae en las profundidades del ser irracional. Estos dos extremos existen desde todos los tiempos y es imposible acercarlos, si tal es la contextura humana.
Observando el reinado de Cartagena, un paréntesis que necesitamos los colombianos en el duro oficio de vivir, pienso que sin formas anatómicas bien repartidas, ni talles esbeltos, ni protuberancias divinamente combinadas, no existiría la belleza.
La exhibición de cuerpos esculturales metidos entre diminutos bikinis no es pecaminosa, por Dios, si sirve para realzar la estética y halagar la mente entre gratas evasiones, una cura para disminuir la acidez ambiental de los impuestos y las penurias, las pequeñeces y las politiquerías.
Ya ven los lectores que en una cuartilla bien medida cabe un reinado de belleza. La nueva soberana, un pimpollo susurrante como el trópico sensual de Cartagena, derramó las lágrimas rituales antes de ceñirse la corona. Los colombianos tenemos motivo para sentimos vanidosos de tanta hermosura y desde ahora hacemos cálculos para cuando llegue el momento de competir en los mercados, perdón, en los concursos internacionales de belleza.
El metro deja de ser miope cuando no solo mide la hermosura por centímetros, sino descubre otros atributos indispensables de la realeza. Sin gracia, sin cultura, sin señorío, sin majestad, no podríamos ganar, como lo ganaremos, el cetro del mundo.
Ante tanta finura y tanta línea estilizada, solo siento que el prodigioso Rubens, creador de formas rollizas y exuberantes, pictóricas de vigor y desbordantes de redondeces armónicas, no esté presente para sostenernos que la belleza es caprichosa y no se deja aprisionar entre centímetros cicateros. Es un mensaje que envío a las mujeres que envidian las líneas ajenas, sin consentir las propias, briosas y bien marcadas.
¡Loor a la bella soberana, Ana Milena, a la virreina y princesas primorosas, sobre todo a María Elena, nuestra reina quindiana, la del café bravío y legendario, por quienes yo sacrificaría un imperio si lo tuviera!
La Patria, Manizales, 27-XI-1978.