Crisis del carácter
Por: Gustavo Páez Escobar
No pocas son las circunstancias causantes de los males que tienen destruida a la sociedad colombiana. Si los gobiernos, nacional, departamental o municipal, no exterminan el delito o no crean obras de bienestar común, el juicio es implacable para señalar a los mandatarios como personas impreparadas. Si costumbres nocivas hacen carrera y atentan contra la seguridad de la familia, se dice que los jueces no castigan los desvíos públicos y que, por el contrario, son favorecedores de la impunidad. Pocas veces se echa la culpa a los padres de familia, cuya responsabilidad, siendo indiscutible, parece evaporarse ante blancos más aparentes y vulnerables.
La explicación de los desastres que gravitan sobre el porvenir de la patria y que son consecuencia de una cadena de ligerezas y desaciertos de todo orden, se deja recaer sobre el sistema político que, según se afirma, ha vuelto obsoleta la noción de pulcritud. Ante la ola de secuestros, despilfarros del erario, claudicación de los funcionarios, impunidad y descaros que se apoderaron gradualmente de Colombia, la gente enjuicia la debilidad de las autoridades y culpa, sin excepción, lo misino al alcalde que al inspector de policía, como puede ser al propio Presidente de la República.
Se habla de funcionarios ineptos y perezosos. Se encuentra desidia en los escritorios públicos. Nos tropezamos a mañana y tarde con dómines encasillados en ambientes olímpicos y carentes de sensibilidad y destreza para servir a la comunidad. Por las calles hacen ostentación mafiosos enriquecidos de un momento a otro, mientras en las cárceles viven angustiados seres minúsculos que carecen de recursos para demostrar su inocencia.
Rechazamos este espeso drama cotidiano porque nos repugna y nos hiere. Nos sentimos desamparados en este país de leyes y buscamos la salvación, impulsada por milagros. Pocas veces penetramos a las intimidades del alma y tratamos de escrutar tantos desastres públicos. Somos hábiles para lanzarle la piedra al vecino o zaherir a las autoridades, pero no para definir nuestra propia culpa.
Para decirlo muy a la colombiana, uno de los peores defectos, y acaso el generador de la mayoría de los males, es la falta de carácter. El país languidece, se consume y destroza porque no hay un carácter nacional para dignificar las costumbres. El país somos los colombianos todos.
La debilidad de carácter se manifiesta en todos los estrados de la nacionalidad. Al funcionario inescrupuloso u holgazán no se le despide ipso facto y a la luz del día, por no herir susceptibilidades. Los compadrazgos frenan la depuración oficial. Mal puede esperarse que el engranaje funcione cuando la cabeza está descompuesta.
El juez se hace el de la vista gorda con el personaje local, por temor o prudencia. O sea, por cobardía, imperdonable falta de carácter. No hay valor para frenar las ambiciones de los explotadores. Bajo tales timideces se dejan cometer infinidad de delitos. La gente despersonalizada que tiembla ante el alto mando y es incapaz de imponer disciplina, tiene dañada la moral.
El servilismo, la hipocresía, la lisonja, el amilanamiento de la personalidad son los rectores del país. Por todas partes encontramos seres recortados que a nada se oponen y en cambio todo lo encubren y lo deterioran. El empleado publico, gobiernista incondicional, se voltea cuantas veces sea preciso para asegurar su indigna subsistencia indigna. No tiene el burócrata noción de la lealtad porque su carácter es enfermizo.
El politiquero vende su conciencia por una curul y hasta por una sonrisa del caudillo. Pero cuando este cae en desgracia, correrá rápido a la tolda que ofrezca mejores ventajas y terminará defendiendo sin rubor las ideas que antes combatía. Se trafica con la conciencia como si se tratara de un artículo de feria. No se vota por tesis sino por colores políticos. Primero está la pasión partidista, después el bien de la República.
La empresa privada, aunque más protegida, no está exenta de esta metamorfosis del carácter. La gente ya no progresa por méritos sino por su capacidad de adulación e intriga. Cuando el patrono se solaza entre cortinas de sahumerio, es absurdo que exista rectitud. La falta de carácter todo lo destruye. Por eso el país tambalea.
No es aventurado afirmar que la primera necesidad de Colombia es imponer el carácter. Se necesitan personas capaces de protestar. El hombre de dignidad está ausente. Sin firmeza, sin convicción, sin coraje nunca saldremos de la derrota moral. Los casos aislados de decoro, de perseverancia en las ideas, son fortificantes, porque forman y estimulan.
No se puede aspirar a mucho con una personalidad atrofiada. Cuando vemos en el panorama del país personas moviéndose como titanes contra la mediocridad y la corrupción, a pesar de las impresionantes mayorías de gentes apáticas y caricaturescas, se fortalece el ánimo para aspirar a una patria mejor.
El talante debe ser un estado del alma, una postura irrenunciable. La integridad del hombre no puede claudicar ante prebendas ni fáciles conquistas. El futuro de Colombia se afianzará cuando se eleve la escala del carácter.
El Espectador, Bogotá, 31-V-1978.
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Misiva:
Felicitaciones por tu extraordinario artículo. Saludos de Héctor Villa Osorio, Bogotá.