El reto de la vejez
Por: Gustavo Páez Escobar
Jorge Luis Borges, que tiene 78 años, le teme a la vejez. Lo cual parecerá un contrasentido al pensar que una edad superior a los 70 significa una brumosa ancianidad. Borges, según todos los indicios, no es anciano, y así lo prueba la lucidez mental que le permite discernir con talento y hondo escrutinio los misterios del mundo.
Poseedor de una de las mentes más ricas en ideas, se mueve en medio de limitaciones físicas y palpa, con desconsuelo, un corazón joven que se niega a aplastarlo en la cúspide vital que no desea que se prolongue más tiempo. Por primera vez se queja en público de estar ciego. En el acertijo que coloca para quienes dudan que 78 años no son ancianidad absoluta, pregona el vigor de su corazón y se duele de tanta energía.
Este anciano de cabellos blancos y arrugas implacables no admite que la juventud de su espíritu no decline en forma paralela con su decadencia física. Es el suyo un corazón que camina perfectamente y que él, negándose a tanta normalidad cuando sus ojos están vacíos, lo rechaza por absurdo.
Se llega necesariamente a la consideración sobre si la energía mental vale la pena con un organismo atrofiado. El espíritu de Borges, siendo luminoso, está perturbado. No quiere, como paradoja, un corazón sano. En medio del drama de su ceguera y el desborde de su espíritu desea la muerte. Pide la bendición de un infarto cardíaco que la mayoría teme.
Filósofos de la vejez, entre ellos André Maurois, creen que la verdadera plenitud del hombre llega en el atardecer. Se recomiendan fuerzas internas que no siempre es posible encontrar.
Cuando las enfermedades o las disminuciones hacen su inexorable aparición, surgirá el conflicto espiritual de quienes, como Borges, con una mente despejada pero intranquila, se horrorizan ante la perspectiva de la indeseable longevidad y se declaran fuera de combate a pesar de las fuerzas de su corazón. La obra maestra del ser humano es la de saber envejecer, contra las arrugas, las atrofias y las debilidades de tan penoso proceso.
Si la verdadera edad no corre con los años sino que la determina el estado del alma, hay que invertir, en el caso de Borges, la creencia de una posible juventud por el solo hecho de poseerse un corazón rítmico. Ya se ve que corazón y espíritu no son la misma cosa.
Para llegar a ser un viejo reposado y envidiable como monseñor Emilio de Brigard, el preclaro arzobispo de Bogotá que acaba de cumplir 90 años, ha de poseerse la luz que ilumina los laberintos de la vida. El pueblo colombiano admira la trayectoria de este apóstol de bien y prototipo de resistencia física. También el mundo de las letras admira las capacidades del escritor argentino, lamentando su limitación física.
Disminuido Borges por la ceguera en medio de su anchuroso universo de sobresaliente escritor, abomina de la vejez extravagante que le deja ver demasiado con las luces de su espíritu, y en cambio le roba la penetración del mundo con la ausencia de sus ojos. Monseñor Emilio de Brigard, dueño también de mente lúcida, llega sereno a la cumbre de los 90 años. Su salud no está resentida.
Estas dos ancianidades son diferentes. El corazón no late lo mismo para los dos respetables personajes. En el uno existe desasosiego, angustia, desespero. En el otro hay reposo y esperanza. No es la intención entrar a discutir la conducta pesarosa del ilustre escritor argentino y tampoco establecer paralelos o diferencias entre ambos. Son dos casos humanos que merecen reflexión. Ambos son dignos de ponderación. Sus carreras son distinguidas. A Borges se le compadece, porque su vejez es dramática.
Por fuerza se detiene uno confundido ante el misterio de la vejez, carta indescifrable que merece tanto respeto hacia quienes son privilegiados para gozarla, como fuertes para soportarla. Es el caso de Borges que carece de valor para suicidarse, según lo confiesa desde su oscura pesadumbre.
El Espectador, Bogotá, 2-VI-1978.
Revista Manizales, mayo de 1979.