Al rescate de Luis Tejada
Por: Gustavo Páez Escobar
Veintisiete años de vida son referencia incierta para medir una obra. Son por lo general una frustración. La personalidad comienza apenas a madurar. Es la época de la indecisión, de los sueños, de los planes a largo plazo. Se dice que el hombre no es hombre del todo sino después de los 30 años. Cristo comenzó su obra cumbre a los 33 años.
La experiencia –la verdadera dimensión del mundo– nunca se ha obtenido en la juventud. Alberto Ángel Montoya, despegando hacia sólidos horizontes, pensaba que se comienza a dejar de ser niño cuando se principia a ser hombre. El juego del hombre, esa modelación de la inconsistencia en signos coherentes y valederos, es el tránsito forzado de lo quimérico a lo compacto, de lo fugaz a lo eterno.
La muerte, que todo lo desquicia, hasta la más absurda senectud, no debiera interceptar el paso de quienes, apenas en el embrión de probables realizaciones, se asoman al porvenir con un caudal de esperanzas. Tal la nota desconcertante que impresionó al país de 1924, época de fecundas tertulias literarias y de relativo reposo, al conocerse el fallecimiento de Luis Tejada, considerado el mejor cronista de todos los tiempos. En la estupenda vitalidad de sus 27 años y cuando se aprestaba a iniciar jornadas intelectuales de más vasto alcance, cayó truncada por el destino esta mente nacida para el raciocinio y frustrada en plena fertilidad de ideas y proyecciones.
Había, con todo, escrito ya páginas asombrosas movidas por su lúcida inteligencia y trabajadas con arranques juveniles y sentido crítico. Este filósofo de lo cotidiano que bien pronto despertó el interés del país con sus notas amenas y eruditas, estaba clavado en el corazón de su época y comprometido con un fervor comunista y algo aventurero que tenía en él al propulsor y al ideólogo sin dubitaciones.
Resulta sorprendente repasar el itinerario de este joven metido a periodista sin proponérselo, y de allí a revolucionario, que logra en sólo tres años formar liderazgo al lado de figuras como las de Luis Cano, Alberto Lleras, Ricardo Rendón, León de Greiff o José Mar, y provocar revuelo con sus incursiones ideológicas. Es la patria de los literatos y de la clase pensante que se proyectaría con enorme trascendencia sobre las generaciones futuras y le daría renombre a la suya propia.
No es Tejada tan sólo el intérprete y el abanderado de filosofías que llegaban al país desde ultramar, sino el tajante buceador de lo minúsculo y hasta lo insignificante, que transforma lo trivial en relieves de meditación y donaire.
En el discurrir de la época frívola como la que vivimos en 1978, rodeados de extravagancias y ligerezas de todo orden, tan diferente a la de Tejada, es intolerable para generaciones no seducidas por las inquietudes del espíritu dispersar tiempo que pueden consumir en los embelecos de la moda, estudiando la personalidad del cronista ya medio desterrado de los métodos pedagógicos. ¿Para qué Luis Tejada, se pensará, borroso periodista perteneciente a una bohemia generación de escritores, cuando tenemos ahora a los genios que exploran los mundos del sexo, la droga y el erotismo? ¿Para qué Luis Tejada, tan distante del planeta veloz que se está quedando sin poesía a cambio de fugas interplanetarias y emociones supersónicas?
Las juventudes actuales no conocen a Tejada, ni les interesa conocerlo. El mundo es ahora más raudo, y por consiguiente menos profundo. Las precipitudes de una juventud ligada más con las fantasías de la era mecanizada y febril, que con la cultura que va extinguiendola embestida de los días, no tiene por qué detenerse en capítulos desdibujados por los preceptos de este mundo de tecnócratas. El humanista pertenece al pasado. Y es a ese pasado, por desgracia, al que no se recurre cuando los decaídos valores, y no sólo los morales, sino también los estéticos, aguijonean la conciencia de los nuevos tiempos, fosilizados por espantosa inercia mental.
Por eso hay que revivir a Luis Tejada. Hay que rescatarlo de entre las capas de olvido en que duermen sus crónicas, que parecen haberse detenido en el tiempo por no encajar en la evolución que hoy trata de dislocar los moldes tradicionales de la literatura. Los literatos modernos, si así pueden llamarse, pretenden transmitir su mensaje no sólo con ausencia de puntuación sino con empleo de un vocabulario entrecortado y epiléptico.
Hoy la literatura más parece de sofoco que de recreación. Los escritores con pruritos de novedad y tentados por la jactancia sacrifican la modulación de nuestra hermosa lengua española por signos estentóreos y estrafalarios que irritan la sensibilidad y que aparte de no decir nada, ni siquiera lo insinúan. Estamos de regreso a la edad primitiva, donde la comunicación era por señas.
Hay que sospechar del periodista que no lea a Tejada. Sus Gotas de tinta, que destilan sabiduría, una sabiduría elemental que sin embargo pocos periodistas son capaces de verter en sus artículos, son dictados de la mejor escuela. Tejada no tenía necesidad de encumbrarse por regiones misteriosas, como lo hace tanto predicador de falsas erudiciones, para estructurar pensamientos sólidos y al alcance de todos entre breves líneas y precisas puntadas.
Las tesis que le inspiraba una aguda observación del mundo circundante las exponía con amena dicción y envidiable brevedad. De los motivos más sencillos, como el del perro sin cola que todos desprecian, o de la mujer mal vestida en quien nadie repara, exprimía, como saciado en oportunidades que otros dejaban pasar, pensamientos y conclusiones movidos por sutil cuerda poética y penetrante sicología. Cualquier día se pone a filosofar con una butaca y fabrica un tratado de tanta profundidad, que logra convertir aquel elemento inerte en ser anímico.
Tejada, con su prodigiosa inspiración afinada a fuerza de meditar e imponerse rigores mentales, y no tanto por hálitos extraordinarios, sublimiza los sucesos comunes colocándoles el alma que la mayoría de escritores no encuentra. Crea, a golpes de cincel, situaciones y personajes imperecederos. Es, sin duda, para quienes fracasan ante la hoja en blanco, ejemplo de periodismo recursivo y henchido de ideas. En El Espectador, donde dicen que aprendió a leer, dejó cátedras de gracia y talento.
Conciso y penetrante, se impone la firmeza de eliminar y seleccionar, de redondear el concepto y pulir la expresión. Huye de lo efímero, de lo accidental, y rechaza temas que no tengan largo alcance. No puede seducir la materia frágil a quien tenía como disciplina avanzar, de crónica en crónica, hasta la confección de un libro, el único que logró editar. Los demás se quedaron perfilados en la mente.
Su actitud doctrinaria lo empuja a escribir temas sociales donde se confunde su sensibilidad con el propósito de mantener vivas las convicciones que abrigaba por la redención del proletariado y la dignificación del hombre. Su Oración para que no muera Lenin evidencia el fervor revolucionario con que se proponía acaudillar la transformación pacífica que fraguaba con otros líderes para contrarrestar los efectos del imperialismo norteamericano y defender a los humildes.
Sus objetivos quedaron interrumpidos por la muerte sin lógica que conmovió a la sociedad. Era una juventud de 27 años, fértil como pocas, que prometía inmensas realizaciones. Es absurdo que una sociedad que sólo de vez en cuando encuentra inteligencias tan luminosas y excepcionales como la de Tejada, se prive de sus luces. Lo que escribió es, por fortuna, bastante para aprender lecciones de hondo contenido y tomarlas como brújula de inspiración para los periodistas y escritores que carecen de tiempo y método para ejercitar la mente en fines perdurables.
La juventud sugestionada por los destellos del espacio y el frenesí del erotismo y la droga que envilece, necesita de Tejada para curar el hastío y la desesperanza. Habrá quienes dudan de que la significación de Tejada puede liberar a la juventud del vacío y el escozor de esta época liviana que está embotando la inteligencia y deshumanizando al hombre. Pero si logran encontrarlo, el descubrimiento les saciará su curiosidad.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 28-V-1980.
Revista Manizales, septiembre de 1980.