El mundo de los gamines
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando mi coterráneo Enrique Zabala Higuera habla de que la Cámara Júnior, de la que es su presidente nacional, fundará en Tunja, con el apoyo de una comunidad belga, la Ciudadela del Niño para alojar a cinco mil gamines, pone de presente el tremendo problema de esta población errátil. El mundo de los gamines es uno de los retos más angustiosos de los tiempos actuales.
Este desecho de la sociedad que tanto preocupa a los sociólogos, sicólogos y en general a los intérpretes del comportamiento humano, lo mismo que a los gobernantes probos, es como un puyazo en la conciencia de un país que no ha encontrado fórmulas para remediar el mal. Por los ríos revueltos de nuestras grandes ciudades, con Bogotá a la cabeza, se deslizan los vicios y lacras de una comunidad que mira angustiada la descomposición del hombre y que para resolver tamaño desafío piensa en sitios de reclusión y amparo como la obra que anuncia la Cámara Júnior.
El gamín, personaje tan colombiano como la violencia o la miseria, es un expósito para quien las puertas se cierran por doquier y que resulta rechazado por la propia sociedad que lo engendró. Hay que admitir, sin titubeos y con pena, que estos hijos de nadie que desde bien temprano deambulan por las intemperies a merced del vicio, son hijos de una sociedad que no ha podido controlar el desamparo ni purificar el ambiente.
Estos granujas que azotan la tranquilidad ciudadana con el raponazo certero, cuando apenas comienzan a vivir, y que más tarde serán expertos en la puñalada o en el fogonazo de los bajos fondos, cargan a sus espaldas el estigma de la depravación moral que los jueces terminarán castigando con la cárcel y acaso con la condena perpetua.
Y no con la necesaria comprensión. Los marihuaneros, secuestradores, ladrones, pervertidos sexuales, asesinos y degenerados de la peor laya en la promiscua universidad del delito, nacen, por lo general, del espeso ambiente de la niñez desamparada que no encuentra caminos de redención, porque nadie se los abre, y que en cambio, para subsistir, solo descubren los despeñaderos de la corrupción y la brutalidad.
La sociedad, que protesta cuando se tropieza con la inseguridad callejera y que pide fulminar a los ladronzuelos que arrastran con el reloj o la billetera, cuando no con la propia vida, difícilmente se detiene a considerar que el mal tiene hondas raíces.
El gamín –el delincuente del mañana– es producto de una atmósfera que no le brinda cariño y que, por el contrario, lo enseña a delinquir desde los primeros años. Es el gamín consecuencia de la miseria pública. Ese personaje de nuestras calles a quien se mira con desprecio y fastidio, enjuicia a todo un conglomerado que carece de fórmulas para protegerlo, para abrigarlo y rehabilitarlo.
Si los padres irresponsables que tiran hijos a las calles y los ponen a convivir con los basureros, son cómplices del drama, la comunidad no puede permanecer indiferente ante tales gérmenes de descomposición. La sociedad, que está representada en el Gobierno, debe defenderse, pero no con cárceles y correccionales incapaces de renovar las costumbres ambientales, sino con medidas sabias. Las soluciones son complejas, como es intrincado el problema.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar debiera ser la piedra angular para acometer la regeneración de estos parias regados por las vías anchurosas de la vagancia, a cuya sombra tantos atropellos se comenten contra la ciudadanía. Ahora que desde la actividad privada nace la iniciativa de crear un albergue para cinco mil gamines, es oportuno preguntar qué otras campañas se adelantan en el país, sobre todo desde las entidades gubernamentales.
Enrique Zabala Higuera debe recordar que en las calles reposadas de Soatá, nuestra patria chica, no conocimos los gamines. Tuvimos sí el sempiterno bobo del pueblo de que no debe carecer todo pueblo que se respete. Crecimos y emigramos a la metrópoli, donde nos tropezamos con el gamín, engendro del progreso, de la vida agitada, del absurdo. Es símbolo de atraso, de miseria e indolencia.
El gamín se volvió una enseña nacional. Pretender quitarlo del paso con unas monedas o una olla de comida que en las más de las veces envilecen en lugar de socorrer, es receta muy simple de evasión. El gamín necesita incorporarse a la sociedad de la que hace parte, para que se convierta, con cariño y guías morales, en elemento útil para el país.
El Espectador, Bogotá, 10-IV-1978.