El fragor de la batalla
Por: Gustavo Páez Escobar
El país viene padeciendo de una enfermedad conocida como triunfalismo. Una cosa es el triunfo y otra el triunfalismo. El triunfo es categórico, confortante, seguro. Viene como consecuencia del esfuerzo realizado con tenacidad y está sostenido por nobles ideales. El triunfalismo es arrogante. Nunca el triunfo, el verdadero triunfo, se ha logrado a corto plazo. Las victorias de los ejércitos han soportado muchas adversidades.
El triunfalismo es un estado incierto. Un partido puede resultar victorioso, una causa puede ganar ventajas, lo que no significa que todos sus adherentes estén seguros de su triunfo personal. La victoria es un sello de la conciencia. Las explosiones momentáneas de júbilo, cuando no se merecen, se derrumban y acosan el espíritu.
Churchill, disminuido por los desastres de la guerra, pidió a su pueblo sangre, sudor y lágrimas como requisito indispensable para llegar de derrota en derrota al triunfo final. El pueblo le respondió porque creía en causas grandes. No desfalleció porque lo conducía un fiero capitán. Conoció la victoria luego de muchas inclemencias, y fue una victoria resonante y nítida que dio estructura a un país fuerte.
Al triunfalismo se matriculan muchos aparentes triunfadores. Pregonan a los cuatro vientos el predominio de sus ideas y se embriagan con la ficción. Al enemigo lo ven aniquilado y sobre él se yerguen impetuosos y soberbios. No se atreven a preguntarse si su victoria es auténtica y tampoco pueden evitar que el éxito lo sientan caduco y enfermizo. Desprecian al conductor cuando lo ven postrado y olvidan que las convicciones, cuando son dignas y obstinadas, jamás se renuncian. Resisten muchas tempestades.
En el campo de batalla de la política colombiana se ha detenido un gran conductor. Algunos lo consideran derrotado. Tal vez la mejor definición sobre el doctor Carlos Lleras Restrepo es la de ser un combatiente. Nació con temple de espartano. Alguna vez expresó que sus ideas las trabaja a remo de galeote. No desfallece en la lucha y, por el contrario, se vigoriza en ella para avanzar. No puede estar vencido, si las ideas justas no pierden ninguna batalla, y solo experimentan tropezones.
Por encima de cualquier consideración partidista, es apenas un gesto gallardo que se guarde un minuto de silencio, antes de la desbandada, a quien defendió con vigor el imperio de la moralidad y atacó la corrupción. Para rendir tributo a las ideas no se requiere ser conservador o liberal. Solo colombiano honesto. Ese minuto de respeto debería ser el requisito mínimo en las reglas de los partidos. Es un rasgo de decencia. Bien cierto resulta que la victoria tiene muchos padres, mientras la derrota es huérfana.
La historia escribirá algún día que el doctor Lleras fue desaprovechado por Colombia en momentos excepcionales. Es líder de inmensas proporciones democráticas envidiadas por otros países. La obnubilación política no ha permitido distinguir al dirigente de grandes jornadas del liberalismo y del país, y ha querido lanzarlo a las tinieblas.
Las ideas esgrimidas con bizarría y con altura de objetivos no pueden perecer. Tampoco él ha entregado sus banderas. El escritor que siempre ha sido reforzará sus trincheras para continuar combatiendo la corrupción y no se dará tregua para ser crítico temible de los vicios y errores de nuestra dudosa democracia, como lo fue en otras épocas otro coloso de la moralidad pública, el doctor Laureano Gómez. Quienes miramos la patria por encima de los partidos, confiamos que la moral sea defendida con campañas implacables.
El país gana cuando hombres de tales dimensiones se convierten en vigilantes de nuestras costumbres. Colombia necesita una crítica tenaz e impetuosa, ejercida con autoridad y nobleza. La verdadera derrota es aquella que uno mismo quiere admitir. El triunfo es un permanente estado de ánimo. Y el triunfalismo ofusca en lugar de fortificar.
El Espectador, Bogotá, 18-III-1978.