La generación del ocio
Por: Gustavo Páez Escobar
Tiempos confusos los presentes que tienen como su característica más notoria la frivolidad. El esfuerzo creador que en otras épocas empujaba el progreso de la familia desde que el muchacho comenzaba a reflexionar en la vida, se ha cambiado por la liviandad y la indiferencia para afrontar los problemas. La juventud actual poco es lo que hace para educarse bien y más tarde educar bien a sus hijos.
No se entiende sobre qué bases las universidades gradúan a estudiantes que se dicen aptos para ejercer las profesiones de mando de la sociedad, cuando la disciplina docente con que antaño se formaban hombres rectos la hacen ahora instrumento de burla.
Esta juventud tan metida en la discoteca y en el carro último modelo, y víctima de enormes vacíos, ha prescrito el libro y desconoce el sentido de la cátedra. Los conocimientos pretenden adquirirse de afán y acaso por inspiración, cuando el año entero se ha perdido entre la ociosidad. Dudo que la sociedad resista mucho tiempo sin desmoronarse, sostenida como se encuentra por valores cada vez más caducos. ¿Cómo es posible ser dirigentes de una sociedad con la mente hueca y la personalidad atrofiada?’
Produce desconcierto, en el campo industrial, encontrar que los soportes de la empresa, esos eficientes servidores que se fueron ganando el ascenso en los diferentes oficios merced al esfuerzo cotidiano —la mejor universidad—, se vean desplazados por gente impreparada pero provista de títulos dorados. El sabio refrán de que «la experiencia hace maestros» ha dejado de considerarse como patrón formativo. La mediocridad, en cambio, es personaje de honor, oculto entre los artificios de la moda.
El primer culpable en este juicio de responsabilidades es el padre de familia. El adolescente que en lugar de esmerarse en la investigación y acuñar principios morales en el esforzado ejercicio vital de todos los días, prefiere la puerta del ocio y el deambular en la vida muelle. Y lo hace con la complicidad de su progenitor, y hasta con su estímulo, pues este le entrega primero las llaves de las extravagancias y luego se hace a un lado cuando su discípulo atropella las reglas sociales. Las excepciones son honrosas, y tan mínimas, que el mundo amenaza caernos encima.
La ligereza de los tiempos actuales está levantando un monumento gigante al ocio. La pereza es madre de todos los vicios. Nadie quiere hacer nada con esfuerzo. Las horas se consumen en asuntos triviales. En las empresas se forman, protegidos por pactos laborales incomprensibles, pelotones de vagos que se dedican a vegetar al amparo del salario que solo unos pocos se ganan honradamente.
Ha hecho carrera una figura que tipifica todo cuanto de vacuos tienen los nuevos holgazanes, y es la de los permisos sindicales permanentes, que permiten aparecer en nómina sin trabajar. No trabajan para ellos mismos ni para los compañeros y sus causas, y en cambio se tornan hábiles, a fuerza de alimentar pensamientos proclives, en el alarido y el denuesto.
Los sociólogos que pronosticaron para los últimos veinticinco años del siglo una etapa de frivolidad nunca antes vivida, se quedaron cortos. Estamos frente a la más impresionante ola de vacío espiritual, de desgaste de la autoridad, de irracionalidad, de derrumbe de todos los principios. Unas hordas de fanáticos del ocio se están adueñando lo mismo de la universidad que de la empresa.
Hay apatía hasta para votar en las urnas la suerte de la República. Algo, sin embargo, se salva de este desastre. Los grupos extremistas, a los que están matriculados los rebeldes de todos los matices, quedaron barridos en las pasadas elecciones. Se confirma, así, que sin fundamentos no se llega a ninguna parte.
No nos lamentemos demasiado cuando contemplamos tanta desgracia circundante, tanta desviación de las virtudes ciudadanas, tanto peligro para el país como el que se otea en el horizonte, si acaso nosotros mismos, desde el hogar, la cátedra o la oficina, no hemos sido capaces de combatir el vicio.
Quienes poseemos conciencia de bien confiamos en la vigencia de los valores y levantamos nuestra voz alarmada contra la degeneración que amenaza aniquilarnos.
La Patria, Manizales, 14-IV-1978.
El Espectador, Bogotá, 19-IV-1978.