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La generación del ocio

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Tiempos confusos los presen­tes que tienen como su caracterís­tica más notoria la frivolidad. El esfuerzo creador que en otras épocas empujaba el progreso de la familia desde que el muchacho comenzaba a reflexionar en la vida, se ha cambiado por la liviandad y la indiferencia para afrontar los problemas. La juventud ac­tual poco es lo que hace para educarse bien y más tarde educar bien a sus hijos.

No se entiende sobre qué bases las universidades gradúan a es­tudiantes que se dicen aptos para ejercer las profesiones de mando de la sociedad, cuando la disciplina docente con que antaño se formaban hombres rectos la hacen ahora instru­mento de burla.

Esta juventud tan metida en la discoteca y en el carro último modelo, y víc­tima de enormes vacíos, ha prescrito el libro y desconoce el sentido de la cátedra. Los conocimientos pretenden ad­quirirse de afán y acaso por inspiración, cuando el año entero se ha perdido entre la ociosidad. Dudo que la sociedad resista mucho tiempo sin desmoronar­se, sostenida como se encuentra por valores cada vez más ca­ducos. ¿Cómo es posible ser dirigentes de una sociedad con la mente hueca y la persona­lidad atrofiada?’

Produce desconcierto, en el campo industrial, encontrar que los soportes de la empresa, esos eficientes servidores que se fueron ganando el ascenso en los diferentes oficios merced al esfuerzo cotidiano —la mejor universidad—, se vean des­plazados por gente imprepa­rada pero provista de títulos dorados. El sabio refrán de que «la experiencia hace maestros» ha dejado de considerarse como patrón formativo. La mediocridad, en cambio, es personaje de honor, oculto entre los artificios de la moda.

El primer culpable en este juicio de responsabilidades es el padre de familia. El adolescen­te que en lugar de esmerarse en la investigación y acuñar prin­cipios morales en el esforzado ejercicio vital de todos los días, prefiere la puerta del ocio y el deambular en la vida muelle. Y lo hace con la complicidad de su progenitor, y hasta con su es­tímulo, pues este le entrega primero las llaves de las ex­travagancias y luego se hace a un lado cuando su discípulo atropella las reglas sociales. Las excepciones son honrosas, y tan mínimas, que el mundo amenaza caernos encima.

La ligereza de los tiempos ac­tuales está levantando un monumento gigante al ocio. La pereza es madre de todos los vicios. Nadie quiere hacer nada con esfuerzo. Las horas se con­sumen en asuntos triviales. En las empresas se forman, protegidos por pactos laborales incomprensibles, pelotones de vagos que se de­dican a vegetar al amparo del salario que solo unos pocos se ganan honradamente.

Ha hecho carrera una figura que tipifica todo cuanto de vacuos tienen los nuevos holgazanes, y es la de los permisos sindicales per­manentes, que permiten apa­recer en nómina sin trabajar. No trabajan para ellos mismos ni para los compañeros y sus causas, y en cambio se tornan hábiles, a fuerza de alimentar pensamientos proclives, en el alarido y el denuesto.

Los sociólogos que pronos­ticaron para los últimos vein­ticinco años del siglo una etapa de frivolidad nunca antes vi­vida, se quedaron cortos. Es­tamos frente a la más impre­sionante ola de vacío espiritual, de desgaste de la autoridad, de irracionalidad, de derrumbe de todos los principios. Unas hor­das de fanáticos del ocio se es­tán adueñando lo mismo de la universidad que de la empresa.

Hay apatía hasta para votar en las urnas la suerte de la Re­pública. Algo, sin embargo, se salva de este desastre. Los grupos extremistas, a los que están matriculados los rebeldes de todos los matices, quedaron barridos en las pasadas elec­ciones. Se confirma, así, que sin fun­damentos no se llega a ninguna parte.

No nos lamentemos dema­siado cuando contemplamos tanta desgracia circundante, tanta desviación de las virtudes ciudadanas, tanto peligro para el país como el que se otea en el horizonte, si acaso nosotros mismos, desde el hogar, la cátedra o la oficina, no hemos sido capaces de combatir el vicio.

Quienes poseemos conciencia de bien confiamos en la vigen­cia de los valores y levantamos nuestra voz alarmada contra la degeneración que amenaza aniquilarnos.

La Patria, Manizales, 14-IV-1978.
El Espectador, Bogotá, 19-IV-1978.

 

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