El azar de los caminos
Pasadas las diez de la noche hacemos cola para la velada que se inicia una hora después. Gentes de todas las nacionalidades acuden a esta cita obligada durante el paso por París. El frío de la noche no incomoda a nadie. Hay entusiasmo colectivo desde antes de abrirse las puertas. En realidad, la fiesta comienza desde la calle.
EL ARTE DEL OCIO
Un viaje es una aventura, un desafío, una incógnita. El mundo, ese horizonte abierto que tanto incita a la gente, es impredecible. Un viaje se debe asumir con pleno convencimiento y plena responsabilidad. Antes de comenzar a viajar debemos saber qué buscamos y para dónde vamos. Algunos conocen a la perfección los nombres de los países y sus monedas, han preguntado por los mejores hoteles y lugares de diversión, pero no se preocupan por averiguar, y más tarde interpretar, los rasgos, costumbres y personalidad de los sitios que van a visitar. Hay quienes marchan atentos y disciplinados, como verdaderos autómatas, bajo la asesoría de los guías, y luego regresan sin haber captado nada y sin poder dar ningún dato inteligente sobre los tesoros que no pudieron valorar en los anchos caminos del planeta.
Si el viaje no tiene propósito cultural no debería hacerse. ¿Para qué ir a París, Roma, Londres o el Lejano Oriente sólo para posar de importantes y de personas recorridas? Como la moda es contagiosa, nadie quiere quedarse atrás en este mundo invadido por el esnobismo y la frivolidad. Ojalá se compitiera también por entender los ambientes, distinguir cada cosa por su valor real, juzgar con propiedad personas, lugares, estilos y tradiciones.
La mejor conquista de los viajes está en el enriquecimiento espiritual. Si no se establece un nexo afectivo con el lugar visitado, se pierde la emoción del viaje. Esto es lo mismo que pretender amar sin sentimientos. Si no sentimos pasión por los panoramas, los ríos, los árboles, las ciudades, quedémonos en casa. Si deja de asombrarnos tanta maravilla que surge cuando tomamos el avión, el bus o el barco, y de conmovernos ante la diversidad de imágenes y sensaciones que brotan en la calle o en la casa de arte, es porque carecemos de sensibilidad para el asombro y la belleza.
En los países de esta gira, mi señora y yo descubrimos filones de cultura, para nuestro propio regocijo y para compartir tales hallazgos con los hijos, familiares y amigos. Esos recuerdos iluminarán el atardecer de la vida. No se trataba, claro está, de abarcarlo todo, ni de percibir de buenas a primeras el espíritu de las ciudades y las honduras del arte, sino de gozar con los pequeños detalles, con el hecho menudo y halagador, con la aparente intrascendencia de las cosas simples. Cuando se posee alma emotiva no es difícil encontrar el nervio de la historia y la sensualidad de la naturaleza.
Esta crónica presenta una visión de diez países de Europa recorridos en el otoño de 1998, en un itinerario de diez mil kilómetros por carretera y ferrocarril. Conocer la historia e idiosincrasia de los pueblos, determinar los matices o características sobresalientes de las ciudades, detallar los monumentos y obras de arte, sería, por supuesto, labor de años y no puede aspirarse a que esto suceda en una presurosa excursión turística. El tiempo no alcanza para tanto, y hay que hacerlo rendir para avanzar hacia infinidad de sorpresas que aguardan en otras latitudes.
Al regreso de Europa, el autor de estas páginas se dedicó a ampliar la noción que había obtenido durante los días de la gira. Repasando los datos y vivencias recogidos en la libreta de apuntes, resultó vivificante volver a hacer la misma travesía, esta vez en el reposo de la biblioteca y con el apoyo de distintas fuentes de investigación, como textos de historia, enciclopedias, mapas y otros elementos de estudio.
Este libro no es, no puede ser, un tratado de historia o de geografía, sino unos apuntes al vuelo, unas pinceladas en el paisaje, unos bosquejos sobre lo que el ojo del viajero vio y el alma del escritor apreció en un viaje relámpago por los caminos de Europa. Pretendo hacer semblanzas rápidas, como es en sí un viaje de turismo, sobre países y ciudades, con datos útiles sobre la historia, el ambiente, el patrimonio cultural y artístico, y con breves reseñas biográficas de personalidades ya consagradas por el tiempo, que por consiguiente hacen parte de la vida local, a fin de dibujar, ojalá, el alma de los pueblos. En algunos casos, la anécdota ligera o la pequeña nota de humor contribuirán, así lo espero, a hacer más ameno este itinerario.
GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR
Un fragmento de la obra
PARÍS
El ruido de los frenos hidráulicos indica que hemos iniciado el descenso. En el avión hay revuelo general. Una melodiosa voz femenina anuncia por el altavoz la proximidad de París. Todos se desperezan y, con las telarañas del sopor todavía en los ojos, buscan sus enseres de viaje. El día, en un instante, se ha tornado sombrío, y a los pocos minutos se desgaja una lluvia pertinaz. El viento sopla fuerte. En la distancia se ven los campos ondulados por los cultivos de frutas y cereales. La silueta de la ciudad, con su cielo nublado y la lluvia torrencial, sobrecoge el espíritu. Pensábamos encontrar una urbe radiante de sol, y el efecto contrario –el de la tempestad incontenible– produce una imagen alucinante.
Ver llover… El alma se conmueve con la lluvia, se llena de embeleso. Bajo el poder de la lluvia se estimulan las emociones humanas. Es un prodigio que provoca a la vez ardor y sosiego. Cuando las gotas son persistentes, el ánimo se enerva. Se desea entonces que el agua sea nutrida, para enfrentarla con decisión, en lugar de la llovizna incierta que desazona el espíritu. Ver llover… La lluvia es poesía.
Aterrizamos a las 10:35 en el viejo aeropuerto de Orly. Cae agua a cántaros sobre París. El agua lustral, como en los antiguos ritos religiosos, purifica a la urbe impenitente. Pretendo verle la cara, pero la neblina no lo permite. Dijérase que la dama se encuentra apenada. ¿Dónde está la Torre Eiffel, con sus dimensiones colosales? ¿Dónde están los penachos airosos de la villa de reyes y gente ilustre? ¿Dónde están los diez millones de habitantes, el emporio de fábricas, las soberbias construcciones? ¡Llueve a torrentes!
La metrópoli, entre ráfagas de ventisca, emerge enigmática y esquiva. Un soplo le destrenza la abundante cabellera y la pone a ondear al viento, en remolinos azules. Ciudad monstruosa y encantada, cuyos resplandores se diluyen entre besos húmedos y brisas temblorosas. Ciudad de armonías y coloridos, de amores desatados en noches lascivas, hecha de pasión y aroma. La urbe legendaria desentierra sus raíces en esta mañana tempestuosa. En cualquier forma como se le mire –como reina o como cortesana–, París entra por los ojos y enciende el corazón. Por eso es la Ciudad Luz.
Un vehículo enviado por la excursión nos recoge para llevarnos al hotel. Avanzamos por una avenida esbelta, por entre árboles llorosos. Unos niños se divierten con la nieve. No les importa empaparse de lluvia, porque el placer está en la diversión. Contra los vidrios se estrellan goterones furiosos. Más adelante el agua se aminora y un tímido rayo de sol se asoma en la lejanía. Cuando traspasa las nubes se producen irisaciones estremecidas. ¡Estamos en París, la remota, la bella, la diosa apetecida que clama en el sentimiento y que traemos anidada en el alma! Así, invadida por la lluvia, se ve más hechizante. Y me acuerdo del poema de César Vallejo:
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro–
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…
Pronto comenzará el otoño, estación de serenidad.
Hemos escogido el otoño, que en Europa dura tres meses –del 23 de septiembre al 21 de diciembre–, como estación propicia para disfrutar mejor la temporada. Es época agradable por los climas templados. Tiempo de bonanza, punto intermedio entre el calor y el frío. El sol de otoño, cuando se filtra por los árboles, dibuja cuadros poéticos. El crecimiento de las cosechas se realiza entre la última helada de la primavera y la primera del otoño. Los frutos se maduran en otoño. Nosotros venimos a recoger la cosecha.
Radiante espectáculo el del Lido, pleno de luces, bailes y magia, donde exóticas bailarinas enardecen al público con los senos desnudos y los cuerpos voluptuosos. Con derroche de lujo y fantasía, los cuadros alegóricos arrancan aplausos nutridos. El alma alegre de París vibra en esta revista sensacional. Recuerdo a Josefina Baker, la negra rutilante que estremecía el sentimiento de los parisienses con sus contorsiones eróticas, y que en la última función hizo exclamar al presidente Giscard: «El corazón de Francia ha venido palpitando junto al vuestro». Dos días después murió de una trombosis cerebral. La mató la emoción. Han transcurrido 23 años y su corazón no ha cesado de latir en el teatro Lido.
Pasadas las diez de la noche hacemos cola para la velada que se inicia una hora después. Gentes de todas las nacionalidades acuden a esta cita obligada durante el paso por París. El frío de la noche no incomoda a nadie. Hay entusiasmo colectivo desde antes de abrirse las puertas. En realidad, la fiesta comienza desde la calle.
–Vengo observándolos y creo que ustedes son colombianos –nos dice la amable señora que nos antecede en la fila.
–Sí –le ratificamos.
–Yo también soy de Colombia –exclama ella.
Su nombre es Lupe, esposa de un alto ejecutivo bogotano. Viaja con varios miembros de su familia y hoy se han integrado a la misma excursión. Ellos continuarán la gira por la mayoría de países que vamos a visitar y más adelante se separarán para seguir otro rumbo. En la mesa que compartimos en el teatro, nos esperan tentadoras botellas de champaña. Una lluvia de luces multicolores le da colorido a la fiesta. Sube el telón y explota el delirio.
Las desenvueltas bailarinas, maestras de la gracia y la sensualidad –salidas sin duda de alguna página de Las mil y una noches–, mueven en sus caderas y senos vibrantes el ardor de las pasiones que ellas mismas incitan en las mesas. Los números de malabarismo y ciencias ocultas, en medio de resonancias musicales que crean tensión, electrizan los sentidos. Los efectos sonoros y los juegos de luces, al mismo tiempo que provocan suspenso y misterio y despiertan la mente con las danzas sensuales, son duendes traviesos que excitan las emociones.
Con Lupe y su familia pasamos una real noche de fantasía. La burbujeante caricia de la champaña cumple su noble misión de entonar el espíritu. Estamos en tierra de champañas, y sería imperdonable no rendirles los honores que merecen estos vinos espumosos, de fama mundial.
El Molino Rojo –Moulin Rouge– es un sitio de diversión nocturna de alta calidad. Otro tanto puede decirse del Barrio Pigalle. Referencias ambas de un París licencioso, a la vez que romántico, dibujado en ardientes novelas, poemas y crónicas de antaño. Los turistas pasan por estos lugares en plan de tomarse algún licor y mirar de reojo –con perdón de las esposas– a las atrayentes muchachas que exhiben sus encantos y sugieren recónditas aventuras. Quien desee echarse una cana al aire bajo el sigilo de la noche, que cuide la cartera –y abra bien los ojos– antes de exponerse a los peligros del amor mercenario.
El legítimo cabaret no puede ser sino parisiense. Es una figura legendaria del viejo París, el de los amores furtivos y las citas audaces, que todavía subsiste en sitios de privilegio como el Pigalle y el Moulin Rouge. La mayoría de los turistas concurren a ellos con el deseo de conocer la vida nocturna de París en el ambiente febril del cabaret, establecimiento de diversión y categoría donde al calor de la bebida y el baile se ofrecen artísticos cuadros de variedades a precios astronómicos.
En el Barrio Latino se respira un sugestivo aire de bohemia. Está hecho para el romance y la delectación. Sus calles tranquilas invitan al placer. Quien desee una variante de las visitas a monumentos y museos, y quiera escapar de la visita forzada a cuanto programa le propongan, no es sino que busque una tarde de ocio para deambular por estas vías angostas y ensoñadoras que ofrecen otra perspectiva de la ciudad.
Y llegamos a Montmartre, el barrio de los artistas, célebre colina situada en el norte de París. A poca distancia de la metrópoli bulliciosa se localiza este oasis, como un alto en el camino. Hemos llegado al paraíso del arte. Del arte elemental que se origina y se vende en las calles, penetra en parques y cafés y vuela a todo el mundo bajo el brazo de los viajeros. La voz de los poetas ha idealizado este lugar como un rincón de ensueño. Los artistas fijaron aquí su casa y su taller de producción. Se apoderaron de las vías para hacer sus exposiciones al aire libre, sobre los temas más diversos. La gente recorre con regocijo y ánimo curioso estas galerías ubicadas en todas partes y se lleva algún cuadro como constancia de haber estado en Montmartre. Esto da prestigio.
En Montmartre, desde una colina convertida en mirador público, se obtiene la vista más bella de París. La ciudad parece una inmensa mariposa que aletea en el espacio y tiñe el horizonte de mil policromías. El día apacible permite observar las líneas fantásticas de la metrópoli luminosa que se prolonga en infinitud de figuras geométricas y se levanta al firmamento con sus penachos urbanísticos y sus aureolas de grandeza. Al fondo de una calle sosegada se yergue la basílica del Sagrado Corazón –Sacré–Coeur–, con sus cúpulas imponentes. Una figura solitaria se detiene frente a un puente abandonado, donde sus únicos vecinos son unos árboles meditabundos que se inclinan sobre sus propias soledades.
En un ángulo de la plaza, con el estómago crujiente y la mente febricitante, un pintor anónimo repasa en el caballete su última creación, y jubiloso le da el pincelazo final antes de comenzar a pedir las monedas tristes con las que mitigará el hambre del día. Otro pintor negocia por buen precio el paisaje bucólico del que se ha enamorado una transeúnte entusiasta.
Tú, mi inseparable compañera, estás en medio de este ambiente con tu alma de artista. Recorro contigo las calles idílicas, los cafés bohemios, las tiendas barrocas. En el mirador le echamos un vistazo a París y sentimos que el espíritu vuela por el paisaje en alas del arte y la fantasía. Montmartre es el sitio romántico donde uno quisiera quedarse.
–Quedémonos –te digo.
–Algún día volveremos.
Los Campos Elíseos, adornados con árboles frondosos, se pierden a lo lejos en una extensión de varios kilómetros. Es un sector que transmite embrujo y sosiego. El París antiguo, lleno de historia y belleza, cautiva al viajero en medio de grandes edificios, castillos soberbios, perennes huellas del pasado glorioso. Las tiendas de ropa, los restaurantes y quioscos callejeros, las casas de grandes marcas de automóviles –como la Peugeot y la Renault, que han sido nuestros carros preferidos– son el nervio de esta arteria palpitante.
La urbanidad de la gente es manifiesta. La raza francesa es apuesta y refinada. Las mujeres, esbeltas y sugestivas. Visten ropas informales y seducen con su garbo y cuerpos airosos. Poseen el charme que llaman los franceses. La ciudad se asienta sobre una montaña de cultura, en un jardín de hadas. Con decir que es un lugar fantástico se diría todo. Pero es mucho más, y al tratar de definirlo fallan las palabras y se enmudece el alma. El perfume que vuela en el aire atrapa los sentidos y crea un estado de alucinación.
París, días atrás, nos recibió con agua copiosa y hoy nos despide con sol pleno. Día cálido, pletórico de luz y hechizo. El otoño comienza.
Comentarios
Fragmentos
Un libro de viajes escrito con inteligencia, noble estilo y sabroso mensaje cultural. Una tarea viajera programada con afectos familiares y, el autor, siempre dispuesto a no pasar desapercibido cerca de las grandes proezas del arte y de los testimonios superiores del desarrollo de la historia magna del hombre civilizado. Notable la importancia de este libro de viajes que, además de recordarnos historia grande nos entrega información sobre aspectos sociales y económicos de los países visitados. Héctor Ocampo Marín, Bogotá, El Siglo, 17 de octubre de 2002.
El estilo es impecable y el contenido, uno de los que más me han gustado. Desde cuando usted escribió la biografía de Pardo García quedé admirado al ver su capacidad mental para guardar tantos detalles. De esta última obra suya he aprendido muchas cosas que ignoraba. La historia tan completa de cada una de las ciudades que visitó, que fueron muchas, es admirable. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico, 7 de noviembre de 2002.
El azar de los caminos es realmente un doble viaje: el que se cumplió en los forzados itinerarios y el que recreaste con la unión de los momentos vividos y las reminiscencias históricas sobre los lugares visitados. Al avanzar en la lectura del libro, se vuelve a sentir, en extenso, los momentos excitantes que le hicieron exclamar a nuestro compañero mejicano que a veces se le acaba a uno la capacidad de asombro. Josué López Jaramillo (compañero del viaje), Bogotá, 22 de noviembre de 2002.
Con tu hermoso libro El azar de los caminos no sólo he realizado un viaje por Europa, más aún, he hecho un viaje por los sentidos. He experimentado un avivamiento del espíritu, maravillado ante el paisaje, ante el lenguaje poético que empleas para describir cada mínima sensación. ¡Qué grato es recorrer los caminos de la mano de un gran escritor y de un hombre sensible ante la belleza que recrea al lector con su universo íntimo! Esperanza Jaramillo García, Bogotá, 16 de diciembre de 2002.
He vuelto a leer algunos capítulos de El azar de los caminos, que me parece ahora más interesante y atractivo, y en el cual regalas al lector, aparte de lo básico en historia y geografía, anécdotas hermosas. Es como ir en ese viaje contigo y Astrid y captar a través de tus sentidos la esencia de cada país. En todo el libro haces sentir el amor del uno por el otro, y me gustaría saber si fue ocasional o simplemente iba brotando del alma mientras lo escribías. Beatriz Segura de Martínez de Hoyos, Ciudad de Méjico, 21 de enero de 2002.
En El azar de los caminos, Gustavo Páez Escobar nos regala con la educada visión de uno de esos encuentros, esta vez no solo consigo mismo y con la tierra sino con la historia. La misión de este libro: describir lo descubierto por los ojos y la mente del autor. Es de este modo como nos cuenta de sus peripecias y las de su esposa desde la salida de Miami hacia París y los otros países visitados. El azar de los caminos es un festín para los viajeros del corazón. Una excusa para repasar la gran lección de la historia del mundo. Una historia que a lo mejor no hubiera sido posible sin la presencia física y espiritual de Astrid, su esposa de muchos años, o sin la inspiración de los hijos. Gloria Chávez Vásquez, revista Manizales, mayo–junio de 2003.
Cuando me enviaste El azar de los caminos estaba metido en no recuerdo qué tipo de absorbentes lecturas. Así que le eché un vistazo, leí un par de capítulos, vi, que como todo lo tuyo, estaba bien, y te acusé agradecido recibo. Soy un lector caprichoso y nunca quebranto el orden de mis lecturas. Siempre, los libros están uno detrás de otro. Nunca me salto uno. Nunca interrumpo uno para leer el nuevo. Así pasó con tu bellísimo libro de viajes. Pero el condenado libro comenzó a darme guiñadas y a tratar de conquistarme con mimos de muchacha bonita. Hasta que este año no tuve más remedio que agarrarlo y meterle el diente a fondo. Acabo de terminarlo y debo decirte que me encantó. Es fresco, movido y sustancioso. Aporta y recuerda datos muy interesantes. Y, lo mejor de todo, tiene rasgos de ternura y humor muy seductores. ¡Qué bueno para Astrid y para ti que, después de tantos años, siguen fieles, compatibles y enamorados! Déjame elogiarlos, diciéndoles que siento envidia de la buena. Hernando García Mejía, Medellín, 2 de febrero de 2005.