Una notaría
Por: Gustavo Páez Escobar
(de la novela Alborada en penumbra)
La notaría, con sus muebles deteriorados por los años, sus empleados adustos y su atmósfera de agitación, es un torbellino humano convulsionado por la voracidad del dinero. Todo en su interior se mueve afanosa y febrilmente. Es fábrica de negocios. La gente entra y sale con precipitación, se impacienta, sonríe la satisfacción del triunfo o llora la inclemencia del fracaso. Los papeles esconden no pocas tragedias.
La notaría octava es como todas. Los empleados escudriñan, revuelven archivos, desconfían y, finalmente, protocolizan, con la oculta presencia del hombre encargado de dar fe pública, la voluntad de los tratantes.
El ambiente se notaba jadeante y los concurrentes pretendían cumplir al mismo tiempo sus cometidos. Los asientos, arrinconados contra una pared, eran despreciados. La mayoría estaba de pie, empujando al vecino y presionando, cuando no sobornando, la voluntad del escribiente.
Había esmero para determinadas personas. Aquella dama, desde que pisó la puerta, fue trasladada de inmediato por la secretaria al despacho del notario, al que se llegaba con dificultad por frágil escalera, infranqueable para la mayoría. La dama lucía precioso terciopelo estrenado para la ocasión. Su sombrero, engarzado con piedras relumbrantes y complementado por tres plumillas, le imprimían porte airoso. En su diestra, el menudo bastón que desde años atrás lo empuñaba más como símbolo de mando que como elemento de apoyo físico, separaba los papeles tirados a su paso, que nadie se cuidaba de recoger. Frente a la puerta entreabierta se detuvo un momento y, apoyada en el brazo de su acompañante, despejó el abra.
—Me complace verte, Margarita —la saludó el notario con efusión.
—También celebro el encuentro, mi querido notario. Este es Andrés, mi yerno, quien hace feliz a mi hija Raquel. Es un distinguido piloto y gran señor.
—Gracias, suegra.
—¿Qué te trae por mi oficina?
—Las transacciones. No vendría solo por saludarte —agregó con jactancia—. Y tampoco vengo a confiarte mi testamento. Todavía me considero vigorosa.
—No pierdes tu espíritu festivo.
—Pierdo muy pocas veces —corroboró ella con vanidad e ironía, mirando alternativamente al notario y al yerno.
—Bien lo sé. Tus propiedades aumentan a ritmo acelerado.
—Esta vez disminuyen. Estaba en mora de traspasar a mis queridos hijos uno de mis bienes. Pronto serán padres y deseo hacerles desde ahora una ofrenda. He decidido que sea suya la casa de la avenida.
—¿De cuál avenida? Tienes propiedades en varias.
—¡De la avenida 19, hombre! Las otras son demasiado grandes para el matrimonio, todavía reducido. La que les obsequio es confortable y será decorada con gusto. Cuando la familia aumente, crecerá la mansión.
—Con suegras como Margarita la vida es grata, ¿verdad, capitán?
—¡Exquisita! —paladeó éste, mirando también alternativamente al notario y a la suegra, con vaga sonrisa que se esforzaba por aparentar natural.
—¿Dónde firmo? —concluyó Margarita, mostrándose cansada.
—No te preocupes. En una hora tendrás en tu casa los papeles.
—En una hora, no. Envíalos mañana. Voy en seguida con Andrés a recorrer el comercio en busca de muebles y decoradores. No faltará detalle que yo no ponga. La casa se renovará. El obsequio debe ser completo.
Con su varita de fantasía empujó la puerta. Descendió por la caduca escalera y abordó el coche, estacionado frente a su principal bolsa de negocios, la notaría octava.
Andrés, dejando escapar un suspiro, prefirió no enredar la mente con ningún pensamiento.
El vehículo salió en persecución de muebles y decoradores.
* * *
Margarita, en los caprichos de la vejez, no pensó jamás que el furtivo amante sacrificaba momentos que le causaban repulsión, solo por mantener llena la billetera. Entre dadivosa y satisfecha, sus bienes comenzaron a menguar, formando capital aparte en manos del astuto amigo.
El notario observaba con extrañeza pero con discreción las continuas transacciones, pero nunca se atrevió a preguntar ni investigar el motivo que debilitaba la fortuna. Primero fue una casa. Aquella vez Horacio ascendió la escalerilla, siguiendo estupefacto, pero con mayor avidez con que lo había hecho otro día su rival en el amor, la erguida silueta de su protectora. Era en apariencia una venta común, y el notario dio credulidad a la presentación del negocio. Siguió otra residencia. Los años desvanecían el acopio económico. Y Margarita, sin inmutarse, alternaba la fuga del capital entre los papeles bursátiles y la propiedad raíz. Disfrutaba de la vida y no le importaba que la riqueza menguara, si para retener la felicidad era preciso sacrificar algo de su peculio. Acostumbrada a comprar los antojos de la vida, poca cuenta se daba de la sagacidad con que Horacio avanzaba.
El donjuán, desvergonzado y recatado al mismo tiempo, forzaba las circunstancias y se adueñaba de todo.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 21-XII-1975.