El bueno mozo
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
Eso de ser buen mozo tiene sus bemoles. Unos manejan su esbeltez con desenvoltura, caminan empinados pero sin afectación y poseen el suficiente talante para demostrar que son todos unos hombres. Otros, en cambio, que nacieron también apuestos pero sin la misma consistencia y que, como los anteriores, cautivan a primera vista, sufren alguna descompensación en el reparto hormonal y, sin quererlo ni habérselo propuesto nunca, se fueron para el otro lado.
Estar en tal posición, con todo y ser un término incómodo de ubicación en la vida, porque la gente por desgracia no siempre entiende lo que es natural, trae también sus ventajas. Fíjese usted en aquel muchacho curvilíneo y medio esponjoso que con su caminar menudito y sus contorneos ágiles deja boquiabiertas a las mujeres. Obsérvelo bien. Su figura es arrogante, no sólo porque así nació y así continúa cultivándose, sino además por vivir en la moda, o en la onda, como dicen por ahí, con su melena revuelta, sus patillas enroscadas y sus frondosos mostachos.
Siga observándolo. Los pantalones estrechamente ajustados a la cadera no se le caerán por más escurridizos que estén, pues una de sus características es la de saber manejar la cintura. La guayabera, cruzada por cintillas y pliegues ondulantes, le imprime donosura. Las zapatillas de charol le permiten ese andar airoso. No faltan los colgandejos y amuletos, la piedra enchapada en el meñique y la pulsera de cuero forrando su muñeca de gladiador romano.
Este muchacho peripuesto, a quien usted desea conocer, es Dionisio. Pero no un Dionisio cualquiera, de los tantos que abundan en el anonimato. Todo en él es garbo. Su figura es rítmica. Nació para conquistador, no hay duda, porque las mujeres lo asedian y se lo pelean. Se lo pelean, así como suena, y si quiere saber más le cuento que entre sus hazañas se contabilizan cuatro riñas callejeras, tres damiselas aporreadas, un matrimonio disuelto y otro a punto de disolverse. Dionisio, sin embargo, y sin duda en virtud de su posición privilegiada sobre el común de los tenorios —o de los que parecen serlo—, se da el lujo de hacerse rogar del bello sexo como ni usted ni yo seguramente lo haríamos.
Sus razones tendrá, y a la gente debe respetársele su manera de ser. Con todo, una de sus admiradoras —y esto se lo cuento a usted en secreto— descubrió que el muchachote no era tan hombre como se veía por fuera. Ella, que lo había perseguido y que al fin llegó muy cerca de sus sentimientos, se defraudó. Pero no por eso sería justo disminuirle atributos, si es humano equivocarse, sobre todo cuando la ambición o el exceso de aspiraciones hacen ver o sentir las cosas de manera diferente. Es lo cierto que Dionisio, a pesar de la murmuración, no podía perder piso si de todas maneras continuaba siendo el rey de la gallada.
Pero cuando a una opinión se agregan otras, ahí sí cambian las apariencias. La imagen del seductor poco a poco se fue deteriorando, y cuando quiso evitar el desmoronamiento total, ya no era sino una birria. Se encontró, de la noche a la mañana, destronado de su nicho de hombre fuerte. Duro golpe para él, tan hecho a la lisonja y acostumbrado a suponerse el más gallo de los gallos. «Una calumnia, una infamia», gruñía.
Pero la fama, ese tesoro que debe saberse conservar, se deteriora cuando menos se espera. Tarde lo comprendió, y por más que se dedicó a enamorar, y a no ser tan rogado, y a portarse como hombre de verdad, las mujeres no volvieron a creer en su autenticidad.
Devaluado por completo, se fue con sus arreos a otros predios. «Adiós, vil barriada», exclamó en la huida. Y enfiló sus baterías hacia mejores horizontes. Bien lo hizo, pues lejos del chismorreo volvería a levantar el penacho, y no en aquel sitio donde se jugaba con su honra —como él la llamaba— y ya no se le permitía mariposear como antes. A pesar de lo que repetían las malas lenguas, él se consideraba todo un macho.
¿Cómo no iba a serlo con esa estampa de castigador de cine, y con esa musculatura de luchador, y con esa bizarría de espadachín? ¿Cómo no iba a ser así, él, que poseía cuerpo pecaminoso, y líneas esculturales, y todo un complejo de perfección; él, que atraía, y que excitaba, y que avasallaba? ¡No sabían ellas, las muy tontas, de lo que se perdían! Allá, muy lejos, levantaría de nuevo su imperio y las mujeres se rendirían a su paso.
Mírelo usted ahora, dueño de otro patio. Se pavonea como si nada hubiera sucedido. Allí está el mismo seductor de mirada conquistadora y ademanes prontos. Las mujeres se derriten a su paso. Y también los hombres, porque de todo hay en la viña del Señor.
Ser bien plantado trae sus ventajas. Con todo y ser para muchos una postura ingrata, para otros que como Dionisio saben manejar sus encantos, es un blasón para ganar batallas. Sólo le bastó adoptar un aire desdeñoso para asegurar el nuevo liderato. Acaso con el tiempo llegue otra de sus pretendientes a pisarle los talones y, entre pisada y pisada, a descubrir que alguna cuerda no funciona y a sospechar o comprobar que hay glándulas atrofiadas. Pero de ocurrir esto, para lo que está prevenido, lo más seguro es que se marche con su hermosura a otro patio.
La Patria, Revista Dominical, Manizales, 30-V-1976.