Hombre rico, hombre pobre
Por: Gustavo Páez Escobar
He de advertir que distingo muy bien el dinero bueno del malo. Me gusta el dinero bueno, el que produce bienestar social, el que levanta emporios de riqueza para ayudar a la humanidad, el que empuja el desarrollo del país, el que es capaz de arrancar una sonrisa y mitigar una necesidad. Detesto los billetes egoístas, los que se consiguen y se multiplican en los ríos de la corrupción y la avaricia, los que solo sirven para comprar conciencias y vapulear al hombre. Hay abismos de diferencia entre el dinero honesto y el dinero envilecido. El uno engrandece, mientras el otro corrompe.
La humanidad, por los siglos de los siglos, seguirá dividida entre ricos y pobres. Es la causa más poderosa que enemista a los hombres. Por ella se arman guerras y se destruyen países. Francia tuvo monarcas opulentos que deterioraron el imperio entre derroches e impudicias, gulas y voracidades, hasta la decadencia total.
Balzac, testigo de las vilezas de aquella sociedad degradada, nos pintó en su Comedia humana los destrozos que sufren las comunidades del mundo cuando se debilita la dignidad de la persona. Aquel pueblo, uno de los más erguidos de la historia, un día encendió la revolución cuando vio que sus reyes dilapidaban las arcas del Estado a costa del hambre pública.
Hablar de hambre, de desigualdades sociales, en pleno diciembre, entre la farsa de los colorines y las fantasías, es proponer un examen de conciencia. No vayamos más lejos de Colombia. Es aquí, en nuestro bello país tropical, atracción para los gringos que gustan cambiar de playa año por año, donde el sufrido colombiano –el del montón y el de un poco más arriba– ha soportado uno de los años más duros de los últimos tiempos.
Ha habido, con todo, bonanza cafetera. Los dólares reverdecieron en los mercados capitalistas. Grandes cifras se montaron sobre las exportaciones del grano. Se vieron cargamentos inmensos que transportaban la riqueza de Colombia sobre los mares del mundo. El boato se advirtió en el cambio del automóvil y de la casa, siempre con cifras multiplicadas, y en los viajes al exterior y las holganzas para los hijos.
Dicho en otras palabras, en la danza de los millones. Millones causantes de gran malestar social. Millones que hicieron ricos, más ricos aún, a los privilegiados, y pobres, más pobres aún, a los marginados de la suerte. Las necesidades fueron más agudas conforme aumentaba la divisa internacional. Todo crecía bajo la proclama de la riqueza del país. ¡Tonta ilusión! Apenas unos pocos se beneficiaban de los mercados, mientras la mayoría desintegraba sus salarios entre la arremetida de los precios.
La bonanza trepó el costo de la vida e impuso niveles inabordables. Termómetro fatal que desquició la tranquilidad de los hogares. El costo de la vida se fue a las nubes, mientras los salarios siguen a rastras.
En las zonas más afectadas por la bonanza –como ejemplo típico, las capitales del antiguo Caldas– quedan hechos inobjetables. En ellas todo se distorsionó bajo la fiebre del dinero. Hoy, en la destorcida, hasta los ricos critican el remezón y se atemorizan ante la noticia del secuestro o el chantaje.
Antes de la bonanza una cuadra de buena tierra cafetera valía $ 60.000; hoy vale $ 300.000. La casa de $ 600.000, hoy cuesta $ 2’000.000. El arriendo de $ 3.000 pasó a $ 10.000. Los productos de la plaza de mercado siguieron la misma tendencia. Nos acostumbramos a hablar en tono mayor. Los ricos recibieron nuevos ingresos y forzaron la inflación. ¿Y los pobres…?
Los pobres continúan con su salario de infelicidad. El dinero por lo general no produce felicidad, pero la falta de él es causa de desgracia. Diciembre es el mes de la reflexión, del examen de cuentas. Meditar en la crisis económica del colombiano común, sobre todo por parte de quienes administran grandes responsabilidades públicas, es detener la marcha, a veces demasiado alegre, para buscar otros caminos en 1978. La humanidad seguirá sin remedio dividida entre ricos y pobres. Pero hay que proporcionar las cargas. 0 por lo menos, no acentuar tanto las desigualdades, el mayor pecado del capital indolente.
El dinero por sí solo no es malo. Todo depende del nodo como se administre. Hay riquezas modestas, y hay pobrezas soberbias. La fortuna debe propiciar el bien y nunca fomentar el odio y la disolución social.
El Espectador, Bogotá, 14-XII-1977.