De las rifas y otros suplicios
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando más ocupado estaba en mi escritorio resolviendo uno de los tantos rompecabezas a que estamos sometidos los gerentes de banco, desde la sala de espera me sonreía el afable caballero provisto de vistosa cartera de negocios. Entre venias y afectuosas manifestaciones, en un minuto me había extendido sobre el escritorio llamativos catálogos. Tuve que suplicarle al desmedido propagandista de libros que respirara siquiera un segundo, pues me parecía que le estaba faltando respiración.
Era el tercer vendedor del día que intentaba colocarme su mercancía. Más tarde tuve que vérmelas con el agente de electrodomésticos que amenazaba descargar en mi residencia, sin compromiso alguno, unos muebles sicodélicos que yo no sabía dónde podría ubicar.
A mi casa ya habían llegado, en la misma semana, dos boletas para bingos y en ese preciso momento un transeúnte anónimo que se presentaba como el líder de su clase, convencía a mi esposa para que adquiriera, como finalmente lo hizo, una boleta para la rifa del automóvil con la que se pensaba financiar la excursión a la Costa de los alumnos de último año.
Mis hijos, que se mueven como todos los muchachos de su generación en su propio mundillo de fantasías, soñaban con el vuelo a Río de Janeiro que tenían asegurado con las boletas que también les había patrocinado el presupuesto familiar.
Cualquiera, con todo y lo maduro que se crea, cae en los halagos de las tentaciones. Cuando ya me disponía a poner en marcha el vehículo y por más afán quo llevaba, me sugestioné con el billete de lotería que veía ante mis ojos y que correspondía a las placas del carro. El lotero se fue feliz y yo todavía espero el premio.
Días más tarde, cuando había jurado y hecho jurar a mi familia que no volveríamos a caer en trampas y que seríamos enérgicos con la invasión de rifas, loterías y contribuciones que no dejan la vida en paz ni el bolsillo equilibrado, alguien me llamó por teléfono a pedirme un modesto óbolo para la campaña del candidato presidencial y de paso me contó que el equipo del cuerpo de bomberos de su pueblo natal estaba desintegrándose.
Como a este amigo no podía negarle mi colaboración, incurrí de nuevo en el pecado de disminuir la cuota para la cocina. Esta vez por poco exploto, pero acto seguido volví a jurar que de ahí en adelante exterminaría a quien me ofreciera una rifa más.
Satanás, Armenia, 1-X-1977.