Hijos de papi
Por: Gustavo Páez Escobar
Unos jovenzuelos descarriados por las calles bogotanas fueron detenidos por conducir a altas velocidades y en estado de beodez. Su situación no les permitió reconocer al doctor Bernardo Gaitán Mahecha, quien de entrada a la Alcaldía anunció que se convertiría en el policía mayor de Bogotá, y lo ha cumplido. Al verse interceptados en su carrera loca, juraron vengarse, en las propias barbas del señor Alcalde, por el «atropello» de que eran objeto al atreverse alguien a sancionarlos, si sus apellidos eran de casta.
Es el ejemplo clásico de estos hijos de papi, una plaga más de los tiempos actuales, que pretende dislocar cuanta regla se dicte en beneficio de la sociedad. Con el argumento de sus apellidos y de contar, como lo pregonan, con influencias sobradas para superar cualquier trance en que se vean comprometidos, atropellan la disciplina social y se dan el tono de superhombres, a quienes no obliga el cumplimiento de la ley. Quieren abrirse campo, con chequera o sin ella, pero siempre con la jactancia de su abolengo, haciendo caso omiso de la autoridad y desafiándola si esta trata de intervenir.
Por las calles de las ciudades transitan, entre maniobras peligrosas contra la vida de los demás, vehículos guiados por arrebatados adolescentes de ambos sexos que se consideran dueños del espacio cuando conducen el automóvil. Nuestras calles y carreteras están llenas de estos locos de la sociedad a quienes sus padres, en vez de inculcarles responsabilidad, les entregan los medios para que cometan cuanta atrocidad les venga en gana.
Estos padres modernos que no miden las consecuencias sino después de que el hijo se torna un calavera, son los principales autores del desenfreno juvenil. Ausentes de la realidad, porque no quieren verla, permiten que el hijo imberbe que apenas comienza a abrir los ojos a la vida e ignora normas elementales de comportamiento, sea antes de tiempo el ciudadano con capacidad para conducirse socialmente. Padres a quienes más interesa el círculo de los negocios y la vida muelle entre clubes y diversiones tratan de llenar vacíos imposibles, con desentonadas comodidades para los hijos, que estos manejan a su capricho.
Ser hijo de papi, en la buena expresión de la figura, no es ningún privilegio. Pero quienes así se sienten y se toman la libertad de pasar por encima de los reglamentos suponiendo que la posición social todo lo remedia, convierten su aparente ventaja en una necedad pública. No les interesa, porque están vacíos de principios, atropellar lo mismo el semáforo que la virtud de la incauta provinciana.
Estos señoritos, que un día producen destrozos materiales con sus carreras descontroladas y que otro dejan dolorosos episodios de sangre, son quienes se molestan cuando la autoridad les solicita el pase o les descubre el exceso alcohólico.
Más que a ellos, hay que señalar a sus padres. En lugar de vigilar estos la conducta del adolescente y ser orientadores de la juventud inexperta y atrevida, lo rodean de lujos y libertades que terminan desquiciando la personalidad inmadura. Los hijos de papi, de donde salen los marihuaneros, los mafiosos y los haraganes –para no citar más aberraciones– deben ser tratados por la sociedad con mano dura, ya que no la hay en sus hogares, y también merecen lástima por no tener padres con capacidad de formar seres dignos.
El Espectador, Bogotá, 1-X-1977.