Distorsión del campo
Por: Gustavo Páez Escobar
Los campos colombianos no son de los campesinos, aunque esto parezca una paradoja. Mucho se ha hablado en los últimos tiempos sobre la necesidad de que el país, agrícola por excelencia y vocación, rinda más. Cuando acosan las dolencias patrias, los Gobiernos suelen acordarse de que tenemos grandes riquezas en el suelo que no se explotan convenientemente.
Nuestras tierras, feraces por naturaleza, han sitio siempre el mayor soporte de la economía. No solo producen alimentos suficientes para nuestro consumo, sino que incrementan la balanza internacional permitiéndonos adquirir artículos indispensables y hasta superfluos.
Las reformas agrarias que han intentado varios Gobiernos, y a las que tanto les temen los terratenientes poderosos, no han sido afortunadas. La realidad de los campos indica que estos están mal distribuidos. Grandes extensiones de tierra las acaparan unos cuantos privilegiados que ni siquiera tributan con justicia, mientras el campesino nato, el que nació y creció entre sementeras y se nutrió de aires rurales, conforma la inmensa población de minifundistas a la que por su insignificancia se mantiene marginada social y económicamente.
La mayoría de las tierras pertenecen a pocas personas, y es enorme, en cambio, el número de pequeños propietarios. Es posible que sea en el campo donde están más acentuadas las desigualdades sociales. Esto ha hecho meditar a todos los Gobiernos, pero cuando se trata de buscar soluciones para hacer más equitativo el reparto de la tierra, afloran dificultades de todo orden y las cosas terminan dejándose más o menos como estaban.
El propietario de las dos o tres hectáreas resulta un ser minúsculo frente al potentado de las miles de hectáreas que no encuentra qué hacer con el dinero. Mientras aquel tiene que sudar su existencia precaria, el latifundista, sobrado de poderío, avanza cada vez más en la acumulación de nuevos predios, que generalmente va succionando al débil por la inevitable ley del arrastre.
El campesino genuino, que hace producir realmente la riqueza, un día deserta, desengañado por tanta desproporción. Los programas de crédito no son para él, que no puede ofrecer fiadores ni hipotecas. Terminará engrosando las legiones interminables que, halagadas por la ficción de las ciudades, entregan a precio de quema el pequeño terreno que les arrebatará el latifundista.
Otros sienten afán de ciudad y se lanzan en pos de la aventura que a la vuelta de corto tiempo los dejará desubicados en la urbe con que habían soñado. Con un pequeño capital debajo del brazo es posible que adquieran una casita en la capital y algún trabajo rudimentario, para el que no nacieron, pero que los hace sentir importantes. Los excita, por otra parte, el deseo de que el hijo volantín sea doctor y que acaso la muchacha que coqueteaba con el capataz asegure un marido ilustre. Es, en otras palabras, la fiebre de «doctoritis” que invade y engaña al país.
Las fincas las explotan las personas pudientes. Para las pobres se abrieron los despeñaderos de la ciudad, sin que nadie logre cerrarlos. De la ciudad al campo han llegado el médico, el abogado, el industrial o el comerciante atraídos por sueños de riquezas que no siempre consiguen en sus profesiones. El campesino emigra del campo por falta de atractivos que lo arraiguen a su parcela, mientras el hombre de la ciudad lo desplaza, pero no con la pica y el arado, sino con el dinero.
El parcelero se va extinguiendo conforme avanza el latifundista. El pequeño propietario es, con todo, el alma de la tierra. Es, por desgracia, una huida silenciosa que causa heridas sociales y distorsiona la vocación agrícola del país.
Son situaciones invertidas que, mientras subsistan, frenarán el desarrollo de Colombia. No se pueden esperar prosperidades mientras haya una población desarraigada de su ámbito natural. El campesino debe volver a su fundo. Aparte de los serios problemas sociales que significa su llegada a la ciudad, hay enormes tropiezos para que la familia así desarticulada pueda desarrollarse normalmente. Sería toda una obra de gobierno conseguir que el campesino, que no nació para la ciudad, regrese a su patria chica.
El Espectador, Bogotá, 3-X-1977.