Otro caballero a bordo
Swann en El Espectador
Por: Gustavo Páez Escobar
El regreso del escritor Eduardo Caballero Calderón a las páginas de El Espectador es un hecho que los lectores reciben con gran complacencia. Significa un acontecimiento para la casa periodística el volver a contar con la colaboración do uno de los talentos más destacados del país, conocido no solo dentro de nuestras fronteras como escritor prolífico, sino además admirado por fuera de ellas.
La vida del insigne colombiano es motivo de orgullo para un país que parece en ocasiones perder el sentido de sus actos cuando se olvida de la tradición culta y moral que ha sido, y que ojalá continúe siéndolo, el alma de nuestro pueblo. Hay que rendir honor a las personas que a pesar de la descomposición de los tiempos se mantienen íntegras en su dignidad y no permiten que la conciencia se desintegre en medio del vendaval de nuestros días.
Novelista de aquilatado prestigio que ha llevado a otros confines el nombre de Colombia como tierra culta, a la par que ensayista y crítico de las desviaciones que ocurren en los manejos públicos, su nombre es garantía para la inteligencia y el honor del país.
Más que el profundo pensador que se ha detenido a escrutar el alma del campesino y que en sus obras, numerosas y penetrantes, lo rescata del olvido y le restaña las heridas, quiero ver ahora en Eduardo Caballero Calderón al luchador vigilante que no se conforma con la mediocridad y mantiene el alma y la pluma rebeldes contra la descomposición social.
Ayer, nada más, lo veíamos empuñar sus armaduras para defender sus principios y reafirmar su categoría moral en momentos que consideró impropios para su trayectoria de escritor independiente. Ojalá no suene a ditirambo –que no se busca ni se necesita– el afirmar que la vida ética de Eduardo Caballero Calderón no ha conocido eclipses y aun en circunstancias precarias ha sabido resguardar su decoro a toda prueba.
Dueño de prosa vigorosa y diáfana, la ha utilizado no solo para crear personajes y paisajes que se incrustaron en nuestra historia literaria, sino para censurar las equivocaciones oficiales. Su pluma, que en el pasado se deslizó por las tierras anchas de Castilla y descubrió en ellas un venero de inspiración, creó a Tipacoque, pueblo que se levanta maltrecho y adolorido en medio de desesperanzas y frustraciones. Caballero Calderón ha paseado su imaginación por las laderas de ese pueblo literario y real y ha hecho brotar allí al hombre, el sempiterno personaje agobiado por olvidos y privaciones que necesita quien lo redima.
Reconforta el retorno de este caballero victorioso a la casa de los Cano, que dignifica la soberanía del espíritu. Habrá que insistir, una y otra vez y hasta el cansancio, que no es posible preservar la libertad de los pueblos y las virtudes ciudadanas si desaparecen los valores morales que los tiempos tratan de ignorar.
El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1977.