Alarmante inmoralidad
Por: Gustavo Páez Escobar
La corrupción, con todos sus horrores, se apoderó de Colombia. Es una alimaña que penetra insensiblemente en la conciencia e invade todos los recodos. La gente se acostumbró a vivir en medio de impurezas, donde se trafica sin escrúpulo lo mismo con el grueso negociado que con la maniobra soterrada.
Empleados altos y pequeños y simples ciudadanos se dejan atrapar por esta atmósfera de degradación. Es contada la persona que se mantiene invulnerable. La rectitud es, hoy por hoy, un bien exótico que ha dejado de tener guías y menos seguidores. Antiguamente la virtud se transmitía de padres a hijos como un patrimonio inalienable. El niño aprendía bien pronto civismo y moralidad. Hoy hasta las buenas maneras se han olvidado.
En tiempos tormentosos como los presentes donde la moral ha sido relegada, los padres se olvidan de inculcar, desde la cuna, normas que quizás ellos mismos no practican y menos se preocupan por proteger, si piensan que el mundo torció su destino.
Los muchachos de hoy crecen sin una recta dirección que les haga distinguir el bien del mal y les trace pautas seguras de comportamiento. Más tarde resultan presa fácil para la droga, el alcoholismo, la insolencia ciudadana, el libertinaje y el delito. Formados en ambientes livianos que se propagan sin correctivos, estos ciudadanos no pueden ser útiles a la sociedad.
Serán, con el paso de los días, quienes ocupen posiciones claves en la administración pública o en la actividad privada. Víctimas de su propia desorientación en la vida, no resistirán las tentaciones y claudicarán ante los halagos del mundo destructor de la conciencia. Solo una minoría logra preservar su conducta íntegra.
Los periódicos dan cuenta del bochornoso inventario de atrocidades que se cometen en todas las direcciones contra la moral pública. El soborno, el peculado, el abuso de autoridad, el enriquecimiento fácil hacen carrera ante el asombro de una sociedad que todavía posee códigos éticos.
Con un billete se presiona la voluntad del empleado y como este, en el común de los casos, no está preparado para dejar de recibirlo, peca sin rubor y hasta con gusto. En esta época donde la «propina» se volvió una institución, nada quiere hacerse gratis. Desentona, por el contrario, la persona honesta que solo sabe cumplir con el deber sin pedir ni aceptar bonificaciones.
Cuando no es la «mordida», es el tráfico de influencias que se ofrece y se acepta sin cortapisas y con desfachatez. Voluminosos contrabandos salen o entran por las puertas anchas de Colombia ante la mirada protectora de guardas que ya han sido preparados para permitir el ilícito. Avionetas cargadas de cocaína y otras hierbas desafían los códigos y se evaporan, con todo y tripulantes, de las manos de las autoridades que permanecen cortas ante la piratería. Los delincuentes exhiben desvergonzadas impunidades al amparo de leyes que se dicen obsoletas para establecer plenas pruebas.
Horrendo estado de pobreza moral el que está destronando la virtud. Esta epidemia acabará por destruirnos a todos si no reaccionamos con valor. Nos quedan todavía, por ventura, reservas morales para salvar a la patria del naufragio. Las conciencias sanas del país no pueden conformarse con esta alarmante inmoralidad.
El Espectador, Bogotá, 24-VIII-1977.