Navidad sin pólvora
Por: Gustavo Páez Escobar
Vale lo mismo que desear para todos una Navidad sin desgracias. El entusiasmo de diciembre se prende de pronto entre luces de bengala, mariposas, volcanes, totes y martinicas. Los niños, que llevan siempre prendida una llama en el alma, se deslumbran ante lo que produce colores, ante lo que gira con velocidades inverosímiles, haciendo reventar chispas y fulguraciones.
Es una manera de correr detrás del peligro, de jugar con el fuego, de perseguir la muerte. En cada instante de infantil fascinación puede estar escondido un mundo de infortunios. Los padres, que no suelen calcular el riesgo y que en ocasiones son cómplices con la suerte que puedan correr sus hijos cuando prenden los depósitos mortales que ellos mismos han adquirido, se duelen tarde, cuando es ya irremediable, de los desastres de la pólvora.
Lo que se creía la inofensiva luz de bengala, con la que podía divertirse lo mismo el adolescente que el niño de dos años, queda de repente adherido a la piel, produciendo laceraciones, cuando no la pérdida de órganos vitales.
Desfiguraciones faciales, miembros mutilados, y hasta la propia muerte, resulta el saldo de ciertos pasatiempos de esta época navideña que, acaso por su misma esencia de fiesta de luces, se maneja con alegría, vale decir, sin responsabilidad. Los padres, ante el menor deseo del niño que no quiere quedar en desventaja con el vecino que cuenta con montañas de papeletas y artefactos misteriosos, no meditan en estas absurdas competencias, y en lugar de procurar sanas diversiones, terminan de pronto contratando la muerte.
Hay que insistir hasta la saciedad, por las experiencias que todos los años vemos delatadas en los periódicos, que no existe pólvora inofensiva. ¿Por qué, en lugar de facilitar juegos peligrosos que solo duran un instante, no pensar en la seguridad del hogar? Más provecho tienen el cartón con el jeroglífico y el juego ingenioso, que forman la mente a base de entretención e inteligencia, que la materia tóxica que perjudica los pulmones y puede destrozar el organismo.
Veamos uno solo de los casos que viene publicando El Espectador en su campaña para combatir la pólvora:
«Hace tres años, un seis de enero, se encontraba doña Amelia de Gómez en la casa con sus hijos. Las navidades ya habían pasado, y algunas cajas de luces de bengala habían sido guardadas en un clóset. Los niños sacaron las luces del clóset y decidieron hacer uso de ellas desde una ventana de la casa. Uno de los pequeños terminó de quemar una y se dispuso a arrojarla, sin percatarse de que su hermanita se encontraba detrás. Estiró el brazo con las últimas chispas de la luz aún encendida y quemó el ojo de su hermanita Adriana.
«El ojo de la niña quedó completamente lesionado. Cuando su madre la llevó a la clínica hubo que hacerle primero baños de suero porque aún tenía partículas de pólvora adentro. Se le destruyó el lagrimal y hubo que ponerle un dispositivo especial para evitar infecciones. Adriana lleva ya 8 operaciones seguidas y aún no está completamente sana de su ojo. Hay que hacerle controles continuos. A veces ha habido necesidad de injertos y posteriormente necesitará de un cirujano para el párpado”.
A los padres les corresponde vigilar la felicidad de los suyos, no destruirla. Preferible un momento de privación a una vida de lamentaciones. Declararse enemigos furiosos de la pólvora, aun de la que se supone inofensiva, será la manera de tener una Navidad feliz. Anticipémonos al peligro y no esperemos la integridad del hogar si nosotros mismos no calculamos los riesgos.
Satanás, Armenia, 11-XII-1976.